lunes, 11 de marzo de 2013

Douglas Adams: Guía del autoestopista galáctico (1979)

Un entretenimiento. Cierto que se hubiera tratado de una lectura ardua si hubiera buscando solo, puro, tedioso entretenimiento, pero dentro del caos que implanta este humor tan británico la trama, el montaje algo cinematográfico reserva algunas sorpresas, hace que el entramado se sostenga sobre sí mismo. 
A cada cual, dependiendo de en momento de la historia lo lea, le llamarán la atención unos pasajes frente a otros aunque solo para confirmar que todo es siempre igual, cíclico. La respuesta de un viejo personaje que construye planetas y al que no puedo evitar imaginar como a un Peter Ustinov en La fuga de Logan recitando los gatos prácticos de T.S. Eliot. Cierta nostalgia al ver la solución de la crisis que nos ofrece Adams y a la que más de tres, cuatro, se apuntarían seguro:
—[...] llegó la recesión económica y decidimos que nos ahorraríamos muchas molestias si nos limitáramos a dormir mientras durase. De manera que programamos a los ordenadores para que nos despertaran cuanto terminase del todo.El anciano suprimió un bostezo muy leve y prosiguió:
Los ordenadores tenían una señal conectada con los índices del mercado de valores galáctico, para que reviviéramos cuando todo el mundo hubiera recuperado la economía lo suficiente para poder contratar nuestros servicios, bastante caros. [...]–¿Y no es una manera de comportarse bastante desagradable?
–¿Lo es? –preguntó suavemente el anciano–. Lo siento, no estoy muy al corriente.
Después de un principio lleno de humor nos mantienen adelantando historias que no parecen ir ningún sitio pero que esperan para encontrarte a la vuelta de la esquina: la historia de los ratones, el superordenador que dará la respuesta a todo. Me ha encantado la respuesta que solo necesita ya una pregunta bien formulada: 
–¿De veras existe? –jadeó Phouchg.
–Existe de veras –le confirmó Pensamiento Profundo.
–¿A todo? ¿A la gran pregunta de la Vida, del Universo y de Todo?
–Sí.
[...]
–¿Y estás dispuesto a dárnosla? –le apremió Loonquawl.
–Lo estoy.
–¿Ahora mismo?
–Ahora mismo –contesto Pensamiento Profundo.
Ambos se pasaron la lengua por los labios secos.
–Aunque no creo –añadió Pensamiento Profundo– que vaya a gusta-ros.
–¡No importa! –exclamó Phouchg–. ¡Tenemos que saberla! ¡Ahora mismo!
[...]
–¡Dínosla!
–De acuerdo –dijo Pensamiento Profundo–. La Respuesta a la Gran Pregunta...
–¡Sí...!
–...de la Vida, del Universo y de Todo... –dijo Pensamiento Profundo.
–¡Sí...!
–Es –dijo Pensamiento Profundo, haciendo una pausa.
–¡Sí!
–Es...
–¡¡¡ ¿Sí...?!!!
–Cuarenta y dos –dijo Pensamiento Profundo, con calma y majestad infinitas.
Si alguien me pregunta, no créo que lo hagan, cómo titular un libro, les diré «42», en letra. 










jueves, 24 de mayo de 2012

William Somerset Maugham: Servidumbre humana (1915)

Un maravilloso prólogo a los cuentos de Chejov me llamó a interesarme por este tipo. Lo encontré en internet creo que después de leer la correspondencia de Guy de Maupassant con Flaubert: pura casualidad, hablaba de ellos en ese prólogo. ¿Quién era Somerset Maugham además de un nombre?, hablaba con seguridad y tranquilidad, había algo en su tono que me decía que escribía desde otro sitio, tal vez ya sabiéndose vieja gloria, quiero decir. Aquel prólogo era más un arte del relato que me hizo pensar mucho en el fondo y la forma y en esa profesión rara del escritor.
Así pues busqué la fórmula propia de la que hablaba en el prólogo en Of Human Bondage, y supe que era también autor de la novela en que se basaba la película Velo pintado (1934), que me interesó bastante creo  que sobre todo por cómo se trataba la relación de la pareja protagonista (Edward Norton y Naomi Watts en los papeles). 
Y así empecé Servidumbre humana, uno de eso títulos que todos hubieran querido reservarse para sí primero. Luego la historia me gustó pero con la lentitud del que va a prendiendo que cada escritura tiene su momento: la de Somerset Maugham es ordenada y llena de pausas, sabe manejar los personajes desde la estética de una época en la que todo empieza a eclosionar pero en un estallido lleno de miedo. Liberación frente a puritanismo figuran unos personajes más cerebrales y menos pasionales. Frente a Philip tenía presente al mismo personaje de El rojo y el negro de Stendhal con los cambios de indumentaria que impone la moda al mismo maniquí ochenta años después. Menos pasional desde luego que Julian Sorel no he podido evitar pensar en ellos como historias paralelas, personajes que se enfrentan al mundo desde las imposiciones del tiempo: Sorel tenía que ser más pasional, más incauto que Carey. 
Ciertas lecciones de orden y limpieza que me han dejado al borde de una carretera que termina donde una vez hubo un puente. Me quedé con la sensación de que el final de la novela continúa en otro argumento que el autor ha decidido reservar para un siguiente libro. Como Thomas Bernhard terminaba los volúmenes de sus memorias sabiendo que el año que viene tendrá otro más listo para su publicación.
Un libro rico y lento como era ese tiempo que termina con la la relación de pareja que, si se me permite el capricho excéntrico, la autoría del collage, continuaría en la pareja de El desprecio de Alberto Moravia.

martes, 8 de mayo de 2012

Pilar Adón: El mes más cruel (2010)

No sé. Y supongo que es un problema de expectativas. Cuando encontré la portada de este mes más cruel creo que me llamaron la atención los ojos, debajo el título de Eliot, luego la edición, muy cuidada.
Entonces pasé algunas páginas y descubrí poemas entre los relatos, eso me provocaba mucha desconfianza, más porque eran poemas puestos por poner, sin tono. O si tenían un tono tendría que leer el libro para saber el por qué. Pero reconozco que mi primera impresión fue la de que los poemas servían para sumar páginas, algo tan lícito como cuando a Unamuno su editor le pedía más páginas y hacia posfacios y pre-prefacios, pero que es mejor ser Unamuno para meterse en el berenjenal. 
Ahí me aparqué las impresiones para leer el libro. Pero me distraía, pensaba, en mitad de una lectura que no me ha enganchado en absoluto, que tal vez sea mejor tener una portada más fea y un libro con más peso: cualquiera de esas feas ediciones inglesas de Eliot, y peor: la primera edición del Old Possum's Book of Practical Cats, horrorosamente dibujada por T.S. pero con gatos fornidos como el misterioso Macavity.
Volví a la lectura intentando entender qué había querido hacer la autora: una cosa como medio de misterio, unos personajes que pueden ser todos el mismo o casi. Y eso sería bueno si pretendiera confundirnos, significar, como intentaba Izamid, que todos los personajes son el mismo luchando por sus pequeñas ilusiones, pero no tengo la sensación de que esa falta de peso de los caracteres sea buscada.
Me ha gustado un poco el relato «El fumigador» y sí el breve relato sobre Scott de vuelta del polo norte. Pero en lo otro me he empeñado en descubrir ese peso del que había oído hablar.
Tal vez es que no sabes, Isidro, me digo a mí mismo, y paso a «Para que nada cambie» y sigo con «Noli me tangere». Y vuelvo hacia atrás, para volver a leer: hay algún momento inquietante pero no consigue equilibrar la levedad de todo lo otro, no hay un ritmo contundente en la prosa. No digo que todo el mundo tenga que escribir como Onetti o conseguir la sensación de elipsis que me da el editor de Carver, pero otra cosa, eso que no sabemos que buscamos hasta encontrarlo, que no depende siquiera de la intención del autor y que es lo que da peso a una obra.

martes, 24 de abril de 2012

Carson McCullers: El corazón es un cazador solitario (1940)

Anotar, dejar una marca al final de cada libro. Saltar de uno a otro sin estas notas no da tiempo a dividir, no fija mis ideas. Como me pasó al leer y dejar para más tarde las anotaciones de los volúmenes autobiográficos de Thomas Berhard. Así que deberé tomar como una obligación dejar una nota antes de pasar a lo siguiente. 
El camino de migas de pan, como estos dos días en el sur en los que me he aburrido horriblemente avanzando por El corazón es un cazador solitario. Llegué a McCullers por una referencia a Reflejos en un ojo dorado, alguien alababa desde otro libro a este, pero encontré primero por puro azar su primer libro. tal vez no estaba atento, tal vez venía de la lectura más divertida de Bradbury y me esperaba El vino del estío (1957). tenía conmigo también el minúsculo librito de Sebald El paseante solitario. En recuerdo de Robert Walser... 
Lo raro es que me había gustado mucho el principio:
En la ciudad había dos mudos. Estaban siempre juntos. Cada mañana a primera hora salían de la casa en la que vivían y bajaban por la calle en dirección al trabajo [...]
y que algo que normalmente me hace dejar un libro me obligó a seguir por algunas páginas en las que reconozco que no sabía qué personaje hacía qué cosa. Es cierto que era un esquema muy simple que yo no veía tal vez porque el paisaje y el buen tiempo me estaban distrayendo, pero seguía por el jaleo de nombres y de personajes que probablemente solo querían decir que una vida de pobre es todas las vidas de los pobres, más allá de las razas y, claro, de los nombres. 
No me desperté, no centré la idea hasta que disparan a la niña. siento haberme alegrado como lector de aquel tiro, pero me servía para poner una marca. A partir de ahí se dibujó más claramente el doctor, el borracho, la niña que compone. Me ha pasado algo muy raro que quiero que permanezca: sería fácil revisar las páginas y anotar los nombres, pero no recuerdo más que el del sordomudo Singer.
Así, la novela fue creciendo por su nada hasta el crechendo final. Empieza como el falso final de la novena con la visita de Singer a su amigo Antonapoulos. Luego sigue ese esquema hasta el Götterfunken:
Porque en un fugaz resplandor captó un vislumbre del esfuerzo y del valor humanos. Del interminable y fluido paso de la humanidad a través del tiempo infinito. 
No estropeo el final, la poesía de esta idea no revela nada de sus protagonistas. Solo me sirve como expresión de esa sensación final que marca muchas veces toda una lectura. Esas últimas líneas me han dejado pensando en la autora. ¿Por qué, solo por eso o hay algo más? Esas líneas dan sentido al plan, me dejan ganas de leer más, de investigar sobre la amiga de Klaus y Erika Mann y de W. H. Auden. Hay una novela ahí que tal vez Izamid debería escribir o que puede que esté ya escrita: los hijos de Thomas Mann, el matrimonio de Auden y Erika, la vida en Brooklyn.

lunes, 26 de marzo de 2012

Martín Caparrós: Los Living (2011)

Buen ritmo, sí, la velocidad desde el principio me recuerda a otras de la narrativa estadounidense del feamente llamado realismo sucio. Después, tal vez estaban las ideas de lo que uno había esperado a partir del título y la portada, y por otro lado estaba lo que el autor ha inventado. Es decir, que me gusta la historia del joven narrador omnisciente que conoce cómo fue el sexo entre sus padres en el momento de su concepción y ese tipo de cosas, incluso me gusta que eso se una a la lógica de la historia, que sepamos que es natural, todo eso es otro producto más de la fabulación del charlatán. 
Pero el problema es que la novela de luego, a partir del predicador en adelante, ya no me interesa o lo que es lo mismo, ya la he leído muchas veces en muchos sitios. En la historia de tantos charlatanes, santeros y estafadores. En el loro Lulú embalsamado al que la Félicité de Flaubert habla, luego le reza —desde ahí ya no pude esperar nada nuevo. En el «Mr. Taylor» y «La exportación de cerebros» de Augusto Monterroso que imaginé antes de leer. La sorpresa, me explica siempre Nedi, es el tercer elemento de la narración, pero quiere decir que no hace falta dar sustos ni dar sorpresas ilógicas, solo se trata de ir por delante del lector, que vaya a la zaga cuando vuelves la esquina y en unos segundos pierda la referencia, luego volverá a ver tu espalda unos metros más allá siguiendo tu camino.
Otra solución. Cuando me quedo con esta sensación pienso en buscarle un final mejor, más rematado, como en el The Ghost Writer de Polanski, ahí encontré una solución bastante mejor, menos fácil y más lógica que de todas formas ya no recuerdo. Entonces me viene la pereza: el autor no quiere mi final y yo no escribo, mi hobby es sacarle peros a esas películas y series norteamericanas en las que los hijos son siempre bajitos para que entiendas que son los hijos. La norma dice que los padres le sacan al predecesor una cabeza. Como si nadie hubiera aprendido de Orson Welles lo importante que es la posición de la cámara —Touch of Evil— y  sabemos que esos actores que ya han cumplido edad de no crecer más se quedarán perpetuamente bajitos al final de la película, serán el vivo reflejo de mamá en el color del tinte. 
Tanta fuerza al principio. Me dan rabia los argumentos mal aprovechados.

domingo, 18 de marzo de 2012

Jonathan Franzen: Libertad (2010)

No sé qué buscaba cuando empecé a leer Libertad. Supongo que me guiar por esa cosa tan rara que es la confianza que te provoca una editorial, pese a un titular espeluznante que se refería a que Barack Obama o su mujer había leído el libro, como si eso equivaliera a que el libro le pudiera gustar a Cheever o algo así. La cosa es que pudo la confianza que algunos buenos libros editados por Salamandra me habían dado. Así empecé a leer sin indagar más en internet, sin preguntarme qué más había escrito Franzen, si había publicado en The New Yorker o si esa ilustración tan fea significaba que el interior podría superarlo todo. 
Así empecé la lecturas de estas seiscientas y pico páginas: una lectura rápida y ordenada que me recuerda a otras buenas narraciones norteamericanas. Voy con cautela porque la sensación es buena pero a la vez ha faltado algo, puede que un poco de el caos de Faulkner, puede que un poco de la duda y la angustia existencial de Cheever. La historia está bien contada, todo va bien, muy para todos los públicos todo: un poco de sexo duro para no ser ñoño, un poco de Torres Gemelas, un poco del odio sin discusión para la guerra de Irak,  un poco de antiburguesía, un poco de judaísmo, algo de infidelidad, superpoblación, ecología, y Yo la tengo. No falta de nada, pero puede que eso sea lo que falla: la novela es necesidad, hay que darle necesidad al lector y no he tenido eso. Los personajes bien construidos, todos, desde Joe el niño inteligente desde la infancia, los diálogos y los pensamientos de Patty, está bien construida, como Cats, Walter, la hermana, los vecinos, pero según pienso en lo que he leído y repaso mentalmente me da la sensación de que este tío ha hecho una lista con todo lo que hay de tradicional y de nuevo en la novela norteamericana, y que lo ha metido todo y bien, pero es que lo ha puesto todo
Eso me falta, imperfección, sentir que el autor respira y es bueno y prefiere unas cosas a las otras. Tal vez su anterior libro sea algo peor, lo buscaré a ver si me gusta más que este.

miércoles, 18 de enero de 2012

Alan Sillitoe: La soledad del corredor se fondo (1959)

Tal vez el peso está en la intensidad de estas pequeñas historias. En la extensión limitada es posible acotar esa intensidad, controlar sus efectos: pensar en qué más hará en su vida el protagonista de La soledad del corredor de fondo, te hace sentir que piensas en tonterías, a nadie le importa más allá de lo que Sillitoe decide contarte. Un libro corto o un relato largo que adelanta libros y finales del tipo Trainspotting, y sigue la línea o lleva a Inglaterra esa expresión de la calle que viene del Voyage au bout de la nuit de 1931. Celine está en esa lengua sin pelos pero está también esa tranquilidad del cansado, del derrotado por las cosas.
A veces me pregunto dónde está esa célula de la verdadera literatura y no sé si preguntar eso es como preguntarse por la pauta, por la marca de la belleza. Sin dudar puedo decir, a una lista de títulos, cual es literatura y cual se queda en el camino, pero por qué me es tan fácil hacerlo. Es inconsciencia o la sensación de que a las otras obras les falta algo que es tal vez una marca, una cicatriz que queda aunque solo tú la veías. Supongo que esa cicatriz es la revelación, algo se subleva a través de la lectura como a través de una música, da igual que al principio le prestes poca atención, de pronto un giro muestra la marca, ¿no? Debe ser algo así.
Otras cuestiones aledañas se cruzan: 1. La obra maestra soporta las traducciones: Flaubert, Celine, Proust, Bukowski, Borges, seguro que Onetti del que no puedo imaginar una traducción. 2. Esa tinta invisible que te dice que hay obra maestra más allá de que a ti te guste o no. 3. La obra maestra lo es en sí contra el tiempo. 4. Obras nuevas que repiten el estilo de la maestra muestran esa mancha pese a que no conozcas el original y le impiden serlo. Una obra maestra lo es pese a que se componga y venga de todo lo anterior. 5. En la obra maestra prevalece la intención  del autor, es necesaria y es presente, pero ese hallazgo no depende de la intención del autor, cuántos tenían la intención, las ganas, la conciencia y les faltó la obra. 6. La obra es una obra total, se cruza de unos a los otros libros del autor, pero no todos son la obra maestra.
Faltan cuatro para hacer un decálogo, menos mal, no era esa mi intención. La cosa es que en este pequeño libro hay algo de esa libertad.

sábado, 7 de enero de 2012

Antonio Orejudo: Reconstrucción (2005)

A veces no sé si los libros que me gustan menos me disgustan por lo que esperaba en mi azar o por el libro en sí.  partes Reconstrucción es un buen libro, un libro bien escrito, bien traído, muy documentado. Me ha gustado la historia que va desde (o hacia) la historia de Miguel Servet, la recreación del ambiente de la reforma, el espíritu de la imprenta, los usos tipográficos... 
Pero por otro lado la historia se me hace densa sobre todo en el capítulo primero. Pienso en qué no me ha gustado y me ha gustado todo así que puede que yo no necesitara ese libro. Problema casi con seguridad de mi imaginario, que se movía entre Los pilares de la Tierra y El hereje: no se parece a ninguna de las dos. Es más real, más seria más trabajada que el mundo Disney de Ken Follett, sin duda alguna, y erudita a la altura de la de Delibes. 
Y como no sé por quién llegué a Orejudo, de la misma manera no sé con quién hablé de Delibes, del Delibes que más gusta a los de su tierra. La tierra, la familia y la capacidad de los tuyos para saber quién eres sin perspectiva, en primer plano. Charlaba hace poco con Macías Saint-Gerons sobre Delibes, que la gente de Valladolid, así, genéricamente, gusta más de su novela El hereje que de las otras que construyen una ciudad cotidiana. Tal ves es porque este tiempo en que se sitúa El hereje da la distancia de un Valladolid que está tan lejos de Valladolid como Melbourne y entonces ven al autor, no al señor que toma café por allí y compra la prensa. en este tipo de disquisiciones para nada nos entretenemos los amigos.
Y aunque no venga a colación la idea de la distancia sí viene la distancia entre Reconstrucción y El hereje: una misma época y una diferencia, la capacidad de dibujar y dar fondo a los personajes de Delibes y los más planos personajes de Orejudo. Las comparaciones son odiosas, lo sé, peroes imposible no tener en la cabeza la otra historia cuando se lee esta, interesante pero con personajes más planos, cosa que veo —puede que de ma misma manera por la falta de  distancia— en la narrativa actual: pasan muchas cosas pero me es imposible crear un vínculo con los personajes. No sé.
Creo que esta sensación agridulce pasará con el tiempo y dejará solo a la obra con lo aprendido. La emoción de escribir, de lo aprendido, queda al final de las tapas, que el tal Orejudo ha tenido que sufrir y disfrutar como una lagartija al sol, la dicha plena.


lunes, 2 de enero de 2012

Enrique Vila-Matas: Dietario Voluble (2008)

De Un libro que dejé en el montón de próximas. Había terminado de leer Dublinesca que es hasta lo de ahora el que menos me ha gustado, tal vez porque siento cierta adicción a los pequeños enllaces que llevan de una obra a otra: el adicto nunca lo comprende hasta que resulta irremediable. Ese Vila-Matas es el que me importa Vila-Matas.
El que me habla de en Magris, rescata a Edith Keeler de un viejo capítulo de Star Trek, me habla de Casas Ros, de Gracq, de Malamud, viuelve a Montaigne y a Stefan Zweig, repasa el K. de Sebald y del de Roberto Calasso del que tal vez por un exceso de espectativas me pareció un trabajo de colegio, largo para el cole si se quiere. Estaba Rachel Seiffert a la que buscaré y El vuelo de Ícaro de Raymond Queneau.
He pensado mucho en el estilo que a veces son vicios adquiridos, pero que debo interpretar como lector que soy como parte la lectura, la distancia desde la que escribe, es decir, frases hechas del tipo:
La pose del que necesita colocarse frente a las descargas ilegales y elegir una postura ambigua, pero para ello hace cosas rebuscadas: Si no tenía ordenador por entonces ¿por qué no se lo pediste a la editorial que te reedita? 
Esa pose en la que dice que olvida y recuerda pero el una manera de hablar, solo invoca en su cerebro las ideas para seguir el discurso, el artículo periodístico. Bien, está bien, es una manera de esquematizar ese cerebro que no es un cuadro sinoptico o una estantería en al que ordenar el tiempo.
Pero lo mejor es todo lo otro. Que es uno de esos libros que tienen demasiados datos pero en el mejor sentido de la palabra: leeré otra cosa y luego volveré a él para anotar: para seguir con Céline y con Flaubert. 

martes, 27 de diciembre de 2011

Michel Houellebecq: El mapa y el territorio (2010)

Una reconciliación. Y la breve envidia que imagino en quien escribe una novela como esta: tienen que ser divertido, pero no divertido como el ocio del turista o la charla con amigos, más como el ocio secreto de la montaña rusa, ese estar quieto y ver adentro todo lo que va pasando. 
Últimamente no anoto tras mis lecturas, y eso hace que se borre la impresión primera, las ideas centrales que pienso en anotar y se diluyen. Después de Bouvard y Pécuchet y de las cartas de Maupassant a Flaubert, tardé unos días en decidir por dónde seguir, hay lecturas intensas que requieren de tiempo, de asimilación silenciosa. 

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Gustave Flaubert: Salambó (1862)

El caos de los géneros. O es tal vez esa nostalgia del orden que me hace pensar que cómo hubiera percibido a Flaubert si lo hubiera abordado en orden de escritura: un mapa diferente en el que la impresión de una ciudad está encadenada a la impresión de la anterior ciudad y luego la otra. Empecé por La educación sentimental (1869), creo que fue así, y luego pasé a Madame Bovary (1857) y paré en el cuento de  La leyenda de San Julian el hospitalario (1877). Ahora he vuelto a desordenarlo todo, cosa que seguro no hará que el mundo termine pero que a mí me desorienta: he vuelto a Flaubert por su Bouvard y Pécuchet (1880) y luego he saltado a Salambó (1862). Qué aprende una persona en dieciocho años. 
Así Salambó me ha gustado y me ha defraudado por llegar después de la novela última del autor. Por abreviar me parece que en este tiempo ha aprendido que el realismo no significa nada, que a la realidad se aproxima uno tórpetente, pero a veces de una forma más eficaz obviando ciertos hechos y resaltando otros, a veces más a través del humor —la forma menos seria de metáfora pero generalmente la más efectiva—, y que a veces se viaja mejor sin moverse de casa.
En fin, el libro me ha gustado y me ha resultado tedioso, aunque puede que sea porque yo vivo en la era de la televisión y las lentas descripciones de lo ya visto en caducas primeras películas a color con sus ostentosos decorados. Imagino imposiblemente cómo percibe el libro un lector de 1862 y como es lógico ese detalle adquiere otro valor. Pero claro.
Más, me ha tocado de manera directa, en pocos párrafos en que Salambó vuelve a encarnar a Élisa Schlésinger. Claro que Bovary y Salambó son pertenecen al Romanticismo tardío...
Y, sin embargo, media entre nosotros una distancia tan grande como las olas invisibles de un océano sin límites. ¡Cuán lejana e inaccesible es para mí! El esplendor de su belleza la rodea de un halo de luz; y a veces creo que no la he visto jamás…, que no existe…, que todo esto es un sueño.
Y tal vez el tiempo y la lectura me está haciendo más ignorante y miro al autor como a la obra desde este lado de la ficción. Me digo: «Isidro, eso es amarillismo», pero no puedo dejar de pensar que Flaubert como a Unamuno le gustaba pensar, es un personaje de ficción como lo fue Cervantes, y que su novela principal, igual que su correspondencia, es su vida.
Tira de mí con más fuerza la imagen poderosa del muchacho de quince años que ve por primera vez a Élisa Schlésinger en la cubierta de un barco y pasa la vida intentando recrearla, hacerla suya de la más viva y la más triste de las manera. No hablaba aquí de Kuchuck-Hanem. Eso es, eso convierte a una persona en literatura, la obsesión que recorre toda una obra es la que hace que lo sea.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Gustave Flaubert: Bouvard y Pécuchet (1880)

No sé por donde empezar a hablar de este libro que no termina. Cuando llego a la línea que dice «Aquí se interrumpe el manuscrito de Gustave Flaubert», paso varias horas buscando en internet, pero no porque necesite saber, solo porque necesito seguir dentro del mundo de estos tres tres personajes.
Literariamente, por encima del humor, de las aventuras de la nada que producen este par de locos, más acá de la construcción de arquetipos, me ha interesado el uso del tiempo, cómo funciona y se desenrolla dentro de la trama.
El tiempo carece de importancia para todo, de tal forma que percibes su ausencia. Tal vez se trate de que el abandono del realismo por parte de Flaubert es decidido, pero no es solo por eso: su maestría a la hora de narrar consigue anularlo haciéndolo subjetivo. Crea para sus propósitos una narración en la que subyace de manera alegórica la subjetividad del tiempo. No usas elipsis como en La educación sentimental o el la Bovary, nos hace sentir desde dentro de los personajes, mirar desde su óptica. No es el paso de los protagonistas por una educación formada, sino la mirada de los que no le dan importancia a ese tiempo y lo extienden dentro de sí mismos con la actividad: el campo, la jardinería, la medicina, la lectura de la gran filosofía, la botánica. El saber humano. El mundo, el tiempo, se ensancha con el conocimiento: el saber expande nuestro tiempo, entiendo al leer, y creo que eso es lo que nos ha querido enseñar Flaubert.
Luego está el anecdotario. Buscar en la red qué final planeó para sus personajes. Pero eso me da igual. No necesito tener ese apartado final que ojeé una vez en una biblioteca, el plan de Flaubert, pero lo buscaré el lunes, solo porque soy contradictorio, débil.
Díaz San Miguel hablaba en su primera novela de esas novelas no terminadas. Si hubiera leído Bouvard y Pécuchet en vez de hablar de oídas, el capítulo, la idea que torpemente transmite habría adquirido otro peso. Tal vez habría hablado de estos trabajos de amor perdidos, habría hablado de eso que tanto le gusta a él, la importancia del ímpetu frente a la indiferencia de los resultados.
Y de eso trata la novela final de Flaubert: Lo importante es trabajar, como hacen aquí los dos personajes que  en principio solo crean caos hasta que sin darse cuenta se llenan de todo ese caos y empiezan a comprender y comprender se subraya.
A Báez le hubiera divertido encontrar aquí a un Pécuchet que como los personajes de su historia lucha por permanecer marcando el yeso de la chimenea con su nombre antes de dejar París. Pero Báez es un personaje lleno de fuerza, potencia sin acto al que tal vez le hubiera entristecido verse comparado con Pécuchet o Boubard. Pero en realidad ellos son el modelo, el obstinado burro flautista que hay en todo creador: nadie espera a haberlo visto todo, a probarlo todo para probar suerte, la suerte los encontrará en el camino o fracasarán y lo intentarán otra vez. Nos esos otros que como en El Burro y la Flauta de Monterroso se separan «presurosos, avergonzados de lo mejor que el uno y el otro habían hecho durante su triste existencia.» Son sísifos sin memoria que, en las vacaciones, echarán de menos su piedra. Ese es el escritor verdadero, supongo yo.

   

viernes, 11 de noviembre de 2011

Thomas Bernhard: El origen. Autobiografía I (1975)

Miguel Sáenz habla en el prólogo de «la novela de una educación». Estos cinco libros que he ido comprando mientras terminaba el anterior son una forma de biografía que, como ya pensaba en El sobrino de Wittgenstein, no lo es tal. O no lo sé.
Pienso en la relación vaga que parece haber entre esta y la obra de Navókov. Ambos omiten, saltan, paran raramente en unos hechos vitales. No sé lo que quiero decir. Quiero decir que si yo tuviera que escribir mi vida sería un mal escrito, porque procuraría recobrar todos y cada uno de los recuerdos, cada empaste de mi boca, las mujeres, la amistad, las canciones, todas, la noche en con sus matices, el viaje en que siempre estuve seguro de que íbamos a encontrarnos por azar, los nombres de las calles, mi familia.
En ningún momento Bernhard dice: Johannes Freumbichler. En ningún punto dice: Hedwig Stravianicek. El nombre de la madre solo en un punto, creo que en Un hijo. No hay momentos con los hermanos con los que, pese al paso por los internados con los que arranca en este primer volumen pasó años en la casa común, antes en la infancia, y luego en la enfermedad.
En algún sitio leí una entrevista en la que el autor dice que no hay en sus libros un paisaje descrito, que todos los paisajes son interiores, y esa es tal vez la mejor definición de esta biografía de juventud, los personajes son sombras que solo se hacen nítidos si se han acercado al gran miópe. Tal vez pienso en en su manera de alcanzar la realidad, para él natural como para el ciego lo es, como lo es para el loco o el asceta.
Desde lo que somos Bernhard habla del suicidio. Arranca ahí y luego el internado nacionalsocialista y católico en la segunda parte, los ritos para Hitler que iguales para el mesías, luego la educación musical, todas las otras que se convirtieron el la de la soledad. La guerra pasa por todo ese tiempo, en las alarmas antiaéreas, los refugios y la posguerra que es el miedo al hambre.
Thomas Bernhard habla contra los maestros, contra la religión, contra la inconsciencia sel hombre, contra los ciudadanos y los políticos a los que no perdona el caos y dolor, tanta nada.

sábado, 5 de noviembre de 2011

Thomas Bernhard: El sobrino de Wittgenstein (1982)


Y esa línea incoherente de la que hablaba viene de El asco de Horacio Castellanos Moya. Ese libro es el que me ha hecho buscar un nombre que sonaba sin saber de qué. Luego me he dejado llevar por el título. Los títulos, su capacidad de atracción, su peso y su capacidad para definir a un autor siempre han permanecido a mi curiosidad. 
¿Qué esperaba de un libro titulado El sobrino de Wittgenstein? En primer lugar un sobrino metafórico, no uno de carne y hueso. Una novela ordenada a lo largo de la filosofía del siglo XX. Por qué el XX, no lo sé, hablo de una idea no racionalizada. Tampoco esperaba una obra biográfica. Como quien elige una película en la puerta de unos cines, por el cartel, por nada, entré aquí.
Para seguir la analogía el inicio de la novela funciona casi como cuando entras algo tarde, en un diálogo tras la música y los títulos y después de alguna imagen que sirve de canónico preámbulo. Arranca y no sabes siquiera que se trata de un fragmento autobiográfico, no lo descubres hasta el final del libro, en la entrega de premios al autor Berhard, un vago trazo como todos los otros. Cuando más al final  de la película, entiendes que estás viendo una biografía real, entiendes que no lo es. es un leve episodio lleno de peso o de nada. No hay vida real, casi no recuerdos: algunas horas con su amigo Paul Wittgenstein, escuchando las sonatas para violín de Beethoven, la elección del traje para el premio, esas cosas.
El peso no está en los hechos, está en las repeticiones que supongo el traductor a traído hasta aquí, ese uso hasta el cansancio de la redundancia. Pensaba todo el tiempo en algunos de los cuentos de Izamid, en su lucha contra la naturaleza que le hace repetir inconscientemente la misma palabra en el mismo párrafo. Pero Izamid sufre al releer, siente que disuena, no hay armonía o una música aquí buscada, comprende cuando relee que es un erro, no un ejercicio de estilo. Cambia palabras y cuando vuelve a leer ha vuelto a repetir otra que antes funcionaba y pesaba en su soledad. Cree que a Onetti o a Flaubert no les costaba tanto alcanzar le mot juste. Pobre Izamid.
Me divierten las historias del sobrino de Wittgenstein, que creaba éxitos o arruinaba óperas en Viena solo por su ahínco en el aplauso o el abucheo, la alta opinión sobre Karajan, que siempre me resultó antipático por su exceso teatral en la dirección: casi en mi ignorancia, yo que no me siento válido para sopesar el resultado musical de sus ejecuciones, me molestaba la sensación de que más que dirigir interpretaba un papel, y que me emocionara ese papel. Aquí, para Bernhard es el director más importante del siglo y para el amigo un charlatán y así siguen.
El diálogo entre Paul y Thomas sirve para opinar: la ciudad y el campo, la pasión y la obsesión y la locura. La locura y la relación que todos guardamos con los locos soportables. Los locos soportables son las personas que viven dentro de sus cerebros más que los otros, porque les cuesta salir de él o porque usan códigos enrarecidos que para ellos es la normalidad pero por los que no podemos alcanzarles.
Paul irá vendiendo sus bienes a lo largo de su vida, los muebles de las mansiones, los de la familia, retratos encargados a Klimt y a otros «bajo la excusa del mecenazgo», «so pretexto» traduce Sáenz. Esos fragmentos y otros en los que me llevan a Sebald hacen peso en la novela, la convierten en lo que es.
Y luego me divierte, y eso significa lo miemo que decir que me entristece, el comentario sobre lo que los familiares de Ludwing Wittgenstein, lo que opinaban de él, en como la familia pocas veces sabe valorar al creador, lo ve como excentricidad. Eso me lleva a tantos papeles guardados por los supervivientes, acaso con cariño hasta que el nieto, el sobrino que ignora quién su tío, vende a peso o recicla. Los papeles desnudos. Eso o los filósofos que no publican su obra, que ordenan sus palabras y no en papel, Sócrates menores pero tal vez alguno mayor sin quién que plasme su pensamiento junto a los que unen en papel y copian en líneas seguidas, con puntos y a parte o en un pensamiento sin pausa como el de los libros de Bernhard.
Un Primer folio. Dejar constancia, de un intento que no sirve de nada, como el que busca el Neue Zürcher Zeitung porque solo existe la búsqueda, no existen los hallazgos.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Alfredo Bryce Echenique: Un mundo para Julius (1970)

Una mezcla de corrientes que como algunos platos con demasiados buenos sabores no me ha terminado de gustar. Lo cierto es que a partir de la parte tercera descubrí que aunque saltaras algunas páginas tampoco pasaba nada extremo y justifiqué mis burdos saltos con cierta teoría que leí en Cortazar según la cual el texto del realism de la literatura inglesa puede leerse con esa misma torpeza con la que leemos la realidad: conectamos y desconectamos, entramos en una tienda y hay una conversación empezada que sigue cuando salimos, o hablamos y alguien nos llama por teléfono y volvemos a esa charla en otro punto después de colgar...
No cabe duda de que el libro no es lo que yo esperaba: decimonónico con intentos joyceanos y un intento brillo no logrado de En busca del tiempo perdido: se parece a ésta en el intento de recreación del mundo infantil, de esa memoria, pero falta el brillo de los símiles de Proust.
El arte es algo extraño:no sabemos qué hay que hacer para crear algo NUEVO, pero si sabemos cuando estamos leyendo algo que no lo es, y lo pero es que el escritor no sabe, no creo que sepa, no creo que tenga capacidad, perspectiva para intuir ese brillo.
Tal vez debería haber leído la La vida exagerada de Martín Romaña, que es el libro al que me llevaban los otros cuando cayó este otro en mis manos.
En mitad he leído, para animarme en la lectura tediosa del final de la segunda parte, la Novela de ajedrez. Menos mal, me digo. Pero vuelvo a preguntarme qué hay de diferente entre este Julius y el de muchacho de Proust, entre este libro y los de Salinger o de Onetti, o de... Esa ha sido mi principal inquietud con este libro: ¿por qué no? tengo que ordenar más mis ideas para resolver la ecuación, ecuaciones literarias. 

lunes, 31 de octubre de 2011

Stefan Zweig: Novela de ajedrez (1941)

No es tan delgada la línea que está entre la buena, la verdadera literatura y lo otro. Qué debilidad tengo con estos pequeños libritos, tal vez porque son silenciosos, por lo mismo que dije de la novela de Dai Sijie: no está la búsqueda de la grande elocuencia, sino la búsqueda más silenciosa de la belleza.
Me levanto por la mañana, a cualquier hora, ojeo por la ventana como asegurándome del orden de las cosas: no existe, es una ficción. Ahora leo menos, ordeno con mi memoria el exterior de la ciudad, tal vez un día dejarla atrás y será mejor dejarla en orden. Qué pasará entonces. Volveré a ella.
Los libros, este caos, son un juego desde el principio. Aunque a veces he pensado que debería crear un sistema, escribir las listas en las paredes como un buen psicópata, uno diligente, y luego comprar muchos metros de cordón de hilo rojo, y otro azul, y chinchetas, y trazar ese orden entre los libros que me han llevado desde el libro de Veronique hasta ningún sitio, aunque una vez me divertí inventando esa psicosis sé que esa sería la forma más fácil.
Lo difícil es que un libro lleve a otro y las pistas, ella lo sabía, y yo lo entendí por eso, son combinatoria, llevan a otros no importa cual libro sea el siguiente. El final del camino no es una calle con un número y un botón con un piso descrito en la última línea. El final es saber, o comprender, que el el final está en mitad de cualquier parte en la que cerrar un libro, cortar el gas, emprender el viaje. Cuándo sucede eso no lo sé, nadie. Ni sé si estos días han sido los libros oportuno o podrían haber sido otros, obras seleccionadas por lo que se espera un lector alto, menos impaciente. Por qué no seguí a Dostoievski, porqué no leí Guerra y paz, porqué no leí las Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero que me regaló Cheche.
Un mal hilo o un cordón demasiado tensado que hace saltar una chincheta de la pared, perder un paso y elegir un libro inesperado de la estantería de la biblioteca que me llevará a otro sitio, pero como la puerta errónea lleva a todas las otras puertas.
Zweig es un personaje extraño que se ha abierto camino en mitad del árido o desconcertado panorama editorial de este país a través de la editorial Acantilado.
Cristina siempre me dice que soy un melodramático o un romántico, en más eso lo que dice. Pero es que yo disfruto con esto, con esta cobardía. Una cobardía peor que la del hombre que se aparta del ajedrez durante veinte años. Tampoco es tanto tiempo veinte años. Ya sé, un poc traída por los pelos mi relación con este personaje de la novela, el último de ellos por orden de la inteligencia de Zweig que ha dividido su novela entre los tres personajes que son el protagonista consecutivo de esta dinastía: primero el narrador, el mismo Zweig, pienso, el observador que nos narra la historia del segundo protagonista, el campeón de ajedrez Mirko Czentovic, y el tercero el doctor B.
El hombre metido en este libro va ganando amistad con el narrador, luego con el de que todo lo ha conseguido por su habilidad, el tímido muchacho de pueblo ruso que ahora es campeón y con el que Zweig te lleva de la empatía con el bicho raro a la repulsión. En ese lapso en antihéroe se ha convertido en héroe. Entonces nos presenta al nuevo protagonista, el doctor B. y reconvierte la narración para hacerla pasar por la Historia reciente de Alemania.
Ahí aquí, por la injusticia del tiempo, un germen de Borges, aunque ignoro la precisión de las fechas, o si acaso conocieron las obras del otro seguro que da igual, la obra de uno es la confluencia de su tiempo y solo gana la carrera el que luego los lee, da igual luego cuándo. Pero me pierdo. B. nos habla de su historia personal en la Historia, del cautiverio y sus razones, de la Gestapo y del libro de ajedrez que, curioseando en la red, es el mismo que Zweig repasaba a diario junto a su mujer, el de las partidas de los maestros, como el joven doctor B. encerrado en la habitación de un hotel.
Luego el final hacia la segunda partida entre los dos jugadores a los que el narrador observa, aunque aquí creo que la maestría está en el juego, como la literatura no está en su final, está en la partida no ese último movimiento que es la vida del Zweig real.
En este juego me maravillan trucos que casi no tienen importancia, como el modo en que introduce a Czentovic, la historia sin querer en la que se hace omnisciente a partir de sus pocas noticias y las de su acompañante, un personaje al que diluye porque ya no tiene importancia y hay que pensar en crear otro personaje nuevo que acerque al alter ego de Zweig a la partida.
Otra vez no recuerdo, y lo leí no hace mucho, que las novelas deben empezar como quien entra en una habitación y se encuentra con algo que ya ha empezado, y luego, hay un momento en el que tiene que irse.
Así nos va llevando a empellones, como el barquero. Adónde irá el autor en ese empellón final: me impresiona que Zweig se suicidara un año después de escribir esta Schachnovelle. Somos propietarios de nuestra vida o solo de nuestros errores.

sábado, 22 de octubre de 2011

Dai Sijie: Balzac y la joven costurera china (2002)

Un desorden de ideas. Qué novela me lleva a la siguiente. Qué libro a otro. Aquí he llegado a través de la editorial Salamandra. Alguien en su puesto del Retiro en la Feria del Libro de Madrid se la recomendó a una amiga, o le recomendó El último encuentro de Sandor Marai. Esta estaba al lado, en una versión de bolsillo con los cantos troquelados, la colección aniversario. 
Me gustan estas novelas pequeñas, me transmiten esa sensación de que esto era y es todo lo que tenían que contar. Como Seda. Como Crónica de una muerte anunciada. Como en una honestidad que obliga al autor a vender un texto que por breve no van a querer los editores, tendrán que añadir presfacios y posfacios como le pedían ya a Unamuno para cumplir con la norma de las páginas. Pero no hay más que hablar: Los adioses.
En Buenos Aires encontré por fin las obras enteras de Onetti, pero en dos volúmenes. Novelas cortas y novelas normales. Qué orden sin sentido es este si todo orden lo es ya.
Esta novela es corta y no es pretenciosa y eso es lo que se espera de su dimensión, aunque la pretensión está en la actitud y no en el número de caracteres.
La historia me ha entretenido sin sorprenderme, con un argumento sin garra pero cálido. Me acordaba de continuo de la película El violín rojo, que parte de ese mismo periodo de la historia de China y luego va hacia atrás y salta a nuestros días.
Aquí el narrador, uno de los dos chicos, el dueño del violín de la escena primera, nos narra la historia de su reeducación y las reeducaciones del totalitarismo chino, la vida en ese pueblo perdido con su amigo.
Luego las pequeñas aventuras: el sastre y su hija, los libros escondidos del otro desterrado, el de las gafas. Ahí estaba Balzac escondido en una maleta escondida junto a los otros autores occidentales.
El final, no sé, puede que sea el que necesita. Mi reproche es hacia la forma de la narración, no hacia la materia de esas páginas, la frase de Balzac traída de cualquier manera.
Para mí, mejor un tirón, algo como una pequeña garra o un roto, algo que me haga pensar, que no me deje hueco. 

  

lunes, 17 de octubre de 2011

Jon Bilbao: Como una historia de terror (2008)

El buen caos de los libros de los ritos comencé leyendo el que más me ha gustado de los textos: «El hambre en los alrededores del lago». Me gustó, con su ritmo su extrañamiento.

viernes, 7 de octubre de 2011

J.D. Salinger: Seymour Glass, relectura de Hapworth (1965) y An Introduction (1959)

Releer a Salinger es una forma de aprender de uno mismo, ya sé que esto suena pedante o excesivo, o las dos, pero cuando leo a esos personajes que solo él sabe construir aprendo cosas, cosas que me van a servir. Aunque eso no es lo principal, la utilidad, o sí porque hablo de una utilidad íntima. 
Una lectura guiada, un libro que es íntimo y que si se editara sería un monstruo contra la naturaleza como el que sale de publicar a Borges en dos volúmenes, poesía y prosa, como si lo otro no fuera lo uno y al revés, desnaturalizando El hacedor, o el Elogio de la sombra
He ordenado para mi un libro con los relatos de la familia Glass. Asís Guillén me contó algo de lo que son los niños Glass, pero no me he enterado bien, creo que me decía que se llamaba así a esos pequeños con una mente por encima de los que se han dado en llamar (pasará esta acepción) superdotados, que se llama así a los seres en los que permanece la conciencia clara de sus vidas previas... pero no recuerdo, fue una charla a la salida de un sitio, ya casi despidiéndonos hasta otra semana.
Por eso me he planteado una lectura ordenada hacia esa iluminación, no mía por supuesto, sino la de los niños Glass. 

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Vladímir Nabókov: Cuentos Completos (1921-1959)

Lenta, difícil lectura la de estos cuentos que no me han gustado. No me ha gustado casi nada, porque en unos cuentos completos hay etapas y es verdad que ningún hombre es el mismo y más cuando pasa por tantos hombres a lo largo de la vida. Así al final me he reconciliado con el autor en los últimos relatos, creo que de la etapa americana, algunos riesgos nuevos, un trabajo menos costumbrista que todos sus primeros relatos.
Mi edición contenía sesenta y ocho cuentos y tengo que reconocer que seguí adelante por la buena impresión del Habla, Memoria, si no...
pero sí hay algo que decir de algunos de esos mejores: El círculo (1936) de su etapa final en Berlín, con la técnica que advierte usó él ya antes del Finnegans Wake. Y otros...
En fin, que divertido enfadarse con autores que ya no están, y luego arreglarte y luego, ya al final en esa etapa de reconciliación encontrar en un ACBD Cultural viejo una cita de Houellebecq que dice que Nabókov es un mal escritor... No sé si tanto, pero ha divagado y ha sido persistente y estaba perdido como todos en el tiempo pero en un siglo más raro y no puedo juzgar porque no he leído más que los dos libros, pero: lo cierto es que he intuido un divagar en lo literario que parecía más relacionado con buscar el pan que con buscar la literatura verdadera. Quién sabe si esto existe, quién si esta es la novela que construyo yo sobre su periplo de un extremo San Petersburgo, a través de toda Europa y hasta Norteamérica.