viernes, 20 de mayo de 2011

Vladímir Nabókov: Habla, Memoria (1967)

Conocía su nombre y nada más, pero por alguna razón me caía simpático. No vi, creo una entrevista, creo que si acaso una imagen fue la fugaz de un hombre de sesenta años calvo y con tripón, pero el tipo me era cercano: Hay veces que la conjunción aleatoria de unas letras despierta una sensación no consciente de simpatía, otras de repulsión aunque no me venga ningún ejemplo a la cabeza, y el caso es que Nabókov, o Nabokóv como se dijo aquí en España toda la vida, era un buen tipo, el creador de un prototipo, de un mito contemporáneo, el de Lolita. Pero no lo conocí ni lo había leído, la idea fue siempre la mal recordada película de Stanley Kubrick de 1962, y la mala película de Adrian Lyne, con Jeremy Irons intentando repetir con un dirección sin dirección los papeles de Herida o M. Butterfly (1988) con un maestro de ceremonias irregular que ha estado al frente de películas de éxito gracias a que supieron aprovechar modas o corrientes: Flashdance (1983), Nueve semanas y media (1986), Atracción fatal (1987), etc. Todas sus películas tienen ese halo de casposas que no le falta a Indecent Proposal (1993) que no le falta a su Lolita (1997), de la que Miguel Ruiz solo recuerda y de desternilla de risa y vergüenza ajena una imagen que yo no recuerdo más que por su descripción: Humbert Humbert está parado en mitad de la lluvia en su coche, o frena en mitad de esta porque una vaca cruza la carretera y sigue pasando la vaca, y la vaca vista desde los ojos del conductor mostrándonos la desazón, y la vaca. Puede que un recuerdo desfigurado por el tiempo pero la película, que ante tal crítica no busqué sini que encontré en la tele, no me rebatió. En la parte que yo vi no había vaca.
Y nuestra relación siguió con la pereza de leer hasta que ha caido en mis manos este Habla, Memoria, que se tituló primero Pruebas concluyentes, y pudo titularse Speak, Mnemosyne, y que no se títuló The Anthimion porque no le gustó a nadie, como el sombrero del argentino de Amanece que no es poco.
Qué me ha gustado de esta novela o memorias o como quieras llamarlo del que he salido convertido en amigo de verdad de Nabókov, como con esos tipos con los que simpatizas pero con los que no te has sentado ha hablar hasta el día en se convierte en tu amigo.
Y me han gustado muchas cosas de este amigo en tanto diferente a mí. Sobre todo la manera de decir las cosas sabiendo que las cosas si se quieren entender no necesitan de muchas explicaciones.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Antonio Muñoz Molina: El invierno en Lisboa (1987)

Casi quince días sin leer, escuchando programas de la radio y viendo alguna que otra película, pocas buenas. Caminando por la casa de un lado a otro o saliendo a dar una vuelta sin saber qué encontrar. Viendo a mi amigo en la tele los mediodías y dedicando el resto de la tarde a pensar en el conocimiento, a buscar en internet dudas que habían surgido de las preguntas del programa. Perdiendo el tiempo.
El tiempo es una cosa extraña que no se puede perder. Lo hablaba el otro día con Zazo mientras su niña de año y medio, Irene, nos escuchaba: tardé años en comprender por qué él, el pintor con más genio que he conocido, no pintaba, y es sencillamente porque él estaba dedicando su felicidad a otras cosas, era porque, en pocas palabras, no se lo pedía el cuerpo. José no estaba pendiendo el tiempo, estaba dedicándolo a otras cosas que eran importantes para él, dedicaba su ilusión a artes igual de efímeras: a pintar figuras de guerreros de centímetro y medio, a hacerles con barro una mochilla, un casco medieval, a los juegos de roll, al paintball, a charlar durante horas y a leer y a ver películas. Todos los trabajos son efímeros, tal vez tengo más presente esa fragilidad después de la breve historia de casi todo de Bill Bryson, pensar en este pequeño planeta en mitad de la nada, en estos trabajos de amor perdidos que son todas las cosas en las que empleamos nuestro tiempo sin tiempo.
Una de estas tardes perdidas, la dediqué a buscar información sobre una pequeña medusa de la que hablaron en el programa de mi amigo, un animal entre cuatro y cinco milímetros de diámetro llamado Turritopsis nutricula. Son, en potencia inmortales, si no se las come otro ser más grande o con más apetito junto a su ración de plancton, o si no muere por enfermedad. La Turritopsis nutricula, ese bicho minúsculo lleno de pequeños tentáculos que a penas son hilos y con un enorme estómago rojo en el centro de la campana superior, ha aprendido en su evolución inimaginable, a invertir el proceso de sus células para volver de su edad adulta al estado de pólipo. Y vuelta a empezar. Pienso en el tiempo, en que hasta cuando me aburro me lo paso bien, en todo lo qué podríamos hacer, aunque luego me pregunte para qué, si pudiéramos acumular los años de memoria, la comprensión de más cosas en un mismo cerebro que no se deteriora. Claro que mi medusa tendrá una leve memoria que no he averiguado si se pierde, o si acaso existe, en su rápido errar de la forma de pólipo a fórmula adulta que recorre si la temperatura del agua es propicia en veinticinco o treinta largos días. O el tiempo es tal vez sólo memoria.
Mi memoria, poco más eficiente que la de Turritopsis, me trae un libro del que Andrés Torijano habló con emoción hace veinte años, o diecinueve, tanto importa. Siempre pensé en una historia más bien poética que imaginé como el Poema de Ana que Izamid escribió en su segundo libro. Él pensó en titular esa nouvelle en verso Destierro en Lisboa luego por razones que desconozco, o puede que por eso, buscó un título menos novelesco, más blanco. Y así, más blanca, no negra desde luego, pensaba yo esta novela que me ha desconcertado como casi siempre que tengo una idea bien formada y siempre inventada de lo que voy a leer. 

domingo, 1 de mayo de 2011

Roland Barthes: El grado cero de la escritura (1953)

Qué librito curioso. Me levanto temprano en esta mañana de domingo. Casi no ha amanecido. voy releyendo las primeras páginas, subrayo alguna cosa que dejé para más adelante. Muchas ideas que me hacen pensar sobre el sentido real de la ilógica aventura de todos estos tipos. Escribir. Como el que hace ejercicio, como el que come mucha fruta, supongo que nunca empiezan preguntándose por qué sino atendiendo a una necesidad, a un impulso que aparece desde un lugar no real.
Pienso en la narración, en el valor del lenguaje literario. Cada época busca una novela que se acerque a su espíritu, o puede que sea al contrario, de acuerdo, concedamos que el autor busca la expresión futura, la palabra nueva que defina su tiempo. Lo cierto es que prefiero la primera opción, pensar que los escritores son lo que son, personas que buscan contar e intentan, con sus breves herramientas, trabajar ideas dibujadas con todas esas palabras en otro orden. Lo otro sería pensar en ellos como en visionarios, mediums o estafadores —¿no es lo mismo?— que ven o hablan de lo porvenir.
Mi corta experiencia como observador me hace creer más en obreros que construyen con lo que tienen y a los que el azar, algunas veces, les ayuda a encontrar ideas o a reunir palabras que antes nadie había unido.
El obrero Flaubert solo pudo unir sus páginas con el habla familiar, con sus estudios, con sus lecturas, con algunas manías. Evitando las palabras que ya estuvieran gastadas y haciendo cuerpo de una, dos si lo prefieren, obsesiones de juventud. Luego tomó esa vida para hacer materia literaria, luego viajó para seguir contando y, todo eso, y todo eso, sucedió con la suerte del escándalo de un libro y un uso particular de los tiempos verbales que le hizo sintonizar con su tiempo de la misma manera en que hubiera podido convertirse en el solterón solitario que en verdad era, un vecino que de no haber tenido éxito, fama, hubiera sido el viejo vecino solitario que al morir, el mismo día y de la misma forma que el otro, habría sido enterrado en el mismo sitio, o da igual, porque ese sería el desconocido, nadie habría sabido que hacer con todos esos papeles. Papel que se se humedece y que se pudre, o que se reparte entre los vecinos para hacer fuego: Salambó, Bouvard Y Pecuchet, La educación sentimental, Madame Bovary... quién sabe.
Con todo, mis opiniones sobre el azar y lo azaroso, el libro de Barthes aporta muchas ideas sobre la escritura: la funcionalidad de la literatura, los géneros y el lenguaje literario, el trabajo literario —habla de la flaubertización de la literatura, me gusta esa metáfora del trabajo solitario e inútil de los escritores—, y habla de la mediocridad, de la literatura del silencio, la búsqueda de la literatura neutra como punto sin enlace.
Echo en falta la universalidad en los ejemplos. No le hubiera costado tanto y restringirse a la literatura francesa dice poco del autor, empobrece ignorar a los vecinos de Alemania, en España, en Inglaterra. No es bueno para su libro la impresión arrogante de que todos los cambios literarios del siglo XX se dieron en Francia y solo en Francia como fundadora de la literatura moderna. Oh, vamos, Roland, me digo en una conversación de barra con el tipo, a lo que llamas la literatura francesa es una literatura de inmigrantes o de hijos de inmigrantes. Tal vez no sea cierto pero le torturo como se debe hacer entre amigos y cañas hablándole de Tristan Tzara, de Camus, ... ¿Y Dostoievski?, ese tampoco ha influido en nadie, ¿eh, Roland?   Tienes que ampliar para validad tu discurso, el chovinismo está demodé. Pero te perdono, Roland, porque vas a pagar la siguiente ronda, aunque me tengo que apañar con la parte por el todo de esa frase tuya: «Cada escritor que nace abre en sí el proceso de la literatura».
Paga y vamos a otro bar.