martes, 23 de noviembre de 2010

Alessandro Baricco: Homero, Iliada (2004)

En sus primeros escarceos literarios Miguel Izamid cometió varias imprudencias. En ocasiones, en las grandes, el producto de esa imprudencia es el hallazgo. Esa ligereza puede ser el resultado de la juventud o de un exceso de confianza en uno mismo que causa esa primera edad o la edad avanzada y así, Izamid y Baricco, desde los extremos de la juventud acometieron la tarea de escribir sin acierto la obra del ciego.
La manera de Izamid se perdona por su candidez, la otra no. El joven escritor reinventó en verso libre la historia de Homero. Digo reinventó porque no la conocía: sí, la había estudiado en el colegio, títulos y poco más, luego se aficionó en la época adecuada al Heavy Metal y por ese camino no tardó en toparse, recordemos que hablamos del inicio de la década de los noventa, con Achilles, agony and ecstasy in eight parts de Manowar, una composición de casi media hora que hizo suya, no traduciendo sino interpretando. Tenía que trasladar al español la intensidad de la música que era personaje principal de la obra: era un crío. Como el flirteo con las drogas de otros personajes ilustres debemos perdonar y comprender, en Izamid, el flirteo con los clásicos. No sabía dónde se estaba metiendo.
Con todo hubo algunos aciertos que merecen cierta atención, sobre todo, ya lo hemos dicho, en la translación de los fragmentos íntegramente musicales. Pero hablo de lo poco que recuerdo de aquellos folios que me dejó leer hace veinte años, y el tema no era esta versión que inevitablemente he recordado en mi lectura. El tema es Baricco, alguien que sí sabía dónde se metía, y que por mucho éxito que haya alcanzado en sus lecturas públicas esta versión, a mí no me ha interesado, me parece una pérdida de energías literarias. O estaba soltando lastre, quién sabe, como Izamid, con la diferencia de que con este divertimento el autor de Seda, quién hubiera dicho estas dos cosas, ha ganado pasta.
No me ha interesado la versión, sí la introducción y el posfacio, por tratarse de meditaciones a cerca de la obra mayor que no justifican el resto del trabajo. Ese resto no funciona, es aburrido y como le oí decir a un tipo al que entrevistaban en la radio pocos días después de terminar mi lectura, un tipo bastante culto y serio que no recuerdo ahora qué es lo que había escrito y al que a colación de su propio libro le preguntaban por este cambio de óptica de la Iliada, un cambio sin cambios, pues el tipo respondía, llanamente, que se trata de una clase de ejercicios que no le interesaban porque simplifican sin aportar.
Qué aporta, pues. Tal vez la forma en que trasluce la manera de expresarse literariamente Baricco, su estilo sus tics, ciertos silencio. Poco más y eso no justifican una obra: tampoco un final que parece ser la parte nuclear del libro y que hubiera sido un buen artículo de prensa que poder recopilar junto a otros. Podría haber sumado otro en el que proponer un intento de lectura imposible con la que vestir la introducción inicial. En esa lectura nos hubiéramos ido levantando todos de la sala hasta dejar la sala desierta como le pasó a Berthe Trépat o a León Febres-Cordero con su Clitemnestra: todos allí fuera fumando, aliviados, los que ahora empiezan a ser los popes de la literatura y todos los otros, esperando a que termine la interminable telenovela.
Homero, Iliada, es aburrido como leer un libro de sinopsis de películas. Da igual que intente justificarlo con juegos intelectuales: cuando habla de cortar las partes relativas a los dioses no se trata de la simbología de «lo inconmensurable que se asoma a menudo en la vida», ni de la duplicación de las acciones y las ideas de los dioses en los humanos, se trata de que ese espíritu de una época que quiere reflejar en su acomodación de la obra parte de la eliminación de lo central, de esas deidades, tan divertidas, pasa por asumir que todo el cine de acción es la Iliada sin los designios de esas divinidades caprichosas. Y eso, como dijo el hombre que hablaba en la radio, no interesa, por lo menos a mí.
Hay tal vez una novela, o varias, al final de este ejercicio de estilo. Dos me vienen a la mente:
Uno. Wittgenstein va a la guerra con la convicción de que es allí donde el Hombre se encuentra a sí mismo.
Dos. Un camino al futuro que toma otra dirección que la de Huxley. Un mundo real en paz, en silencio, un poco más acá de esos desvaríos o visiones de Orwell.  Un sitio en el que estamos, sencillamente y todos, bien.

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