miércoles, 11 de mayo de 2011

Antonio Muñoz Molina: El invierno en Lisboa (1987)

Casi quince días sin leer, escuchando programas de la radio y viendo alguna que otra película, pocas buenas. Caminando por la casa de un lado a otro o saliendo a dar una vuelta sin saber qué encontrar. Viendo a mi amigo en la tele los mediodías y dedicando el resto de la tarde a pensar en el conocimiento, a buscar en internet dudas que habían surgido de las preguntas del programa. Perdiendo el tiempo.
El tiempo es una cosa extraña que no se puede perder. Lo hablaba el otro día con Zazo mientras su niña de año y medio, Irene, nos escuchaba: tardé años en comprender por qué él, el pintor con más genio que he conocido, no pintaba, y es sencillamente porque él estaba dedicando su felicidad a otras cosas, era porque, en pocas palabras, no se lo pedía el cuerpo. José no estaba pendiendo el tiempo, estaba dedicándolo a otras cosas que eran importantes para él, dedicaba su ilusión a artes igual de efímeras: a pintar figuras de guerreros de centímetro y medio, a hacerles con barro una mochilla, un casco medieval, a los juegos de roll, al paintball, a charlar durante horas y a leer y a ver películas. Todos los trabajos son efímeros, tal vez tengo más presente esa fragilidad después de la breve historia de casi todo de Bill Bryson, pensar en este pequeño planeta en mitad de la nada, en estos trabajos de amor perdidos que son todas las cosas en las que empleamos nuestro tiempo sin tiempo.
Una de estas tardes perdidas, la dediqué a buscar información sobre una pequeña medusa de la que hablaron en el programa de mi amigo, un animal entre cuatro y cinco milímetros de diámetro llamado Turritopsis nutricula. Son, en potencia inmortales, si no se las come otro ser más grande o con más apetito junto a su ración de plancton, o si no muere por enfermedad. La Turritopsis nutricula, ese bicho minúsculo lleno de pequeños tentáculos que a penas son hilos y con un enorme estómago rojo en el centro de la campana superior, ha aprendido en su evolución inimaginable, a invertir el proceso de sus células para volver de su edad adulta al estado de pólipo. Y vuelta a empezar. Pienso en el tiempo, en que hasta cuando me aburro me lo paso bien, en todo lo qué podríamos hacer, aunque luego me pregunte para qué, si pudiéramos acumular los años de memoria, la comprensión de más cosas en un mismo cerebro que no se deteriora. Claro que mi medusa tendrá una leve memoria que no he averiguado si se pierde, o si acaso existe, en su rápido errar de la forma de pólipo a fórmula adulta que recorre si la temperatura del agua es propicia en veinticinco o treinta largos días. O el tiempo es tal vez sólo memoria.
Mi memoria, poco más eficiente que la de Turritopsis, me trae un libro del que Andrés Torijano habló con emoción hace veinte años, o diecinueve, tanto importa. Siempre pensé en una historia más bien poética que imaginé como el Poema de Ana que Izamid escribió en su segundo libro. Él pensó en titular esa nouvelle en verso Destierro en Lisboa luego por razones que desconozco, o puede que por eso, buscó un título menos novelesco, más blanco. Y así, más blanca, no negra desde luego, pensaba yo esta novela que me ha desconcertado como casi siempre que tengo una idea bien formada y siempre inventada de lo que voy a leer. 

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