miércoles, 2 de marzo de 2011

Bill Bryson: Una breve historia de casi todo (2003)

Esa confianza que te transmiten ciertos autores. Que no te defraudarán en su próximo libro. Tal vez eso tiene que ver más con el hecho de que te ha interesado o has intuido una forma de acercarse al mundo, de conocer, con la que simpatizas. Eso pensé cuando encontré este voluminoso libro de Bill Bryson: 640 páginas. 
Y he aprendido tantas cosas con él que verdaderamente tendría que volver a leerlo para aprender. Por que es un compendio de lo que los hombres, con nuestro pobre conocimiento hemos llegado a saber de nosotros mismos y de el mundo que nos rodea. Un libro que ni pienso en resumir, porque lo importante es todo y detrás de todo está este impulso de saber e indagar en el sentido de lo que somos sobre la Tierra y en mitad del Universo.
Bill Bryson nos habla de lo medido para aprender a conocer nuestra medida: una especie que aniquila a cualquier otra especie por placer, por hambre o por ignorancia. Un ser en mitad de un sistema y un planeta que por azar han reunido las condiciones para la existencia de vida y que devuelve al mundo ese don, como hizo Thomas Midgley, enriqueciendo la gasolina con plomo, creando el CFC y los clorofluorocarbonos y, finalmente y para gloria de los premios Darwin, una máquina de poléa que le ayudarían a levantarse y moverse en la cama en la que se vio postrado, un error más que se enredó y estranguló a su autor en 1944.
Tal vez me ha incomodado algo en el libro: la estupidez humana. Pero cómo evitarla en una historia general de lo que somos, un paseo que empieza con los átomos, que pasa por el Big Bang, que llega al acelerador de hadrones a su debido tiempo, que habla de nuestros antepasados y me deja un sabor amargo cuando pienso en mi breve existencia y mi egoísmo, ese que piensa solo en mí y en no morir nunca a ser posible, ese que piensa en todos estos libros mientras te busca y sabe que no hay tiempo ni hay posteridad o recompensa, este egoísta que quiere salvar de la inexistencia estos minutos en que te recuerdo, que quiere traer, como Izamid en su relato, una prueba del sueño, un tique de la compra en sus sueños llenos de supermercados con el que poder demostrar que ha estado allí, del otro lado, en otro nivel de las cosas o en una existencia que nos de sentido e inmortalidad, saber que podemos guardar nuestros objetos en un sitio el día que muramos.
En eso me incomoda Bill Bryson, y me hace encontrar cierta hermosura en esta fugacidad: 650.000 horas, 800.000 horas con mucha suerte. 34.000 días, o la mitad.
Tal vez quiere decir que debo salir de aquí, que si quiero hacer algo no puedo esperar mucho. O hay que buscar un subterfugio. El libro da una pista para poder escapar, para pasar al otro lado de las cosas:
Cuando dos objetos se tocan en el mundo real (las bolas de billar son el ejemplo que se utiliza con más frecuencia) no chocan entre sí en realidad. «Lo que sucede más bien es que los campos de las dos bolas que están cargados negativamente se repelen entre sí... Si no fuese por sus cargas eléctricas, podrían, como las galaxias, pasar una a través de la otra sin ningún daño.» Cuando te sientas en una silla, no estás en realidad sentado allí, sino levitando por encima de ella a una altura de un angstrom (una cienmillonésima de centímetro), con tus electrones y sus electrones oponiéndose implacablemente a una mayor intimidad.
He aprendido geología, física, botánica, química, antropología, humildad. Sigo sin saber cual es la forma correcta de utilizar estas horas leves.

1 comentario:

  1. Muy bien, amigo, esa es la ruta. El saber siempre nos espera, el mañana siempre nos depara algo suyo. La luz también tiene sus caminos.

    René A. P.

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