jueves, 1 de septiembre de 2011

Washington Irving: Cuentos de la Alhambra (1832)

Un mes sin leer es una cura extraña de no sé qué. Y volver con este libro me ha hecho pensar y atar algunos cabos que puede que no fuera necesario atar. La primera impresión de estos Cuentos de la Alhambra han sido las rápidas relaciones entre este y otros autores posteriores, a sabe: los relatos de la Historia universal de la infamia de Borges y el nuevo interés por los libros de viajes entre la novela y la guía de viajero culto o semiculto (pienso en Bill Bryson y en Sebald y en otos). Ahí se mueve Washington Irving en un libro que me ha sorprendido por la innovación que supone y algo que he echado de menos: un colofón, un final que cierre el círculo, aunque esto tenga más que ver con mis propias propias obsesiones de un orden pero también con mis gustos. Es decir, que me gusta la parte en que el autor se hace presente, las cuatro primeras partes del libro, y me hacen gracia pero casi me sobran las otras siete en las que me mantuve en espera de que el autor volviera a aparecer, y no porque no me interesaran las leyendas, que me interesan pero me aburren, como porque esperaba mi crescendo, eso que siempre pido y que no tienen por qué darme: un capítulo último en el que Washington Irving con su fiel escudero Mateo Jiménez, me dijeran algo más del libro que el raro americano había ido a escribir a Granada en 1829. Y en fin, como siempre son las expectativas las que hacen que las cosas en el mundo tengan o no éxito, así que otra vez más me echo la culpa de este final abrupto que lo es porque el lector se había inventado otra cosa.
Me quedo contento con otras ideas: la de cierta literatura que uno encuentra de pronto y cree que no vienen de ningún sitio, la de que toda la literatura es suma y sigue e Irving era un eslabón que uno tenía perdido y es necesario para entender esta Teoría de las especies literarias.

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