jueves, 24 de mayo de 2012

William Somerset Maugham: Servidumbre humana (1915)

Un maravilloso prólogo a los cuentos de Chejov me llamó a interesarme por este tipo. Lo encontré en internet creo que después de leer la correspondencia de Guy de Maupassant con Flaubert: pura casualidad, hablaba de ellos en ese prólogo. ¿Quién era Somerset Maugham además de un nombre?, hablaba con seguridad y tranquilidad, había algo en su tono que me decía que escribía desde otro sitio, tal vez ya sabiéndose vieja gloria, quiero decir. Aquel prólogo era más un arte del relato que me hizo pensar mucho en el fondo y la forma y en esa profesión rara del escritor.
Así pues busqué la fórmula propia de la que hablaba en el prólogo en Of Human Bondage, y supe que era también autor de la novela en que se basaba la película Velo pintado (1934), que me interesó bastante creo  que sobre todo por cómo se trataba la relación de la pareja protagonista (Edward Norton y Naomi Watts en los papeles). 
Y así empecé Servidumbre humana, uno de eso títulos que todos hubieran querido reservarse para sí primero. Luego la historia me gustó pero con la lentitud del que va a prendiendo que cada escritura tiene su momento: la de Somerset Maugham es ordenada y llena de pausas, sabe manejar los personajes desde la estética de una época en la que todo empieza a eclosionar pero en un estallido lleno de miedo. Liberación frente a puritanismo figuran unos personajes más cerebrales y menos pasionales. Frente a Philip tenía presente al mismo personaje de El rojo y el negro de Stendhal con los cambios de indumentaria que impone la moda al mismo maniquí ochenta años después. Menos pasional desde luego que Julian Sorel no he podido evitar pensar en ellos como historias paralelas, personajes que se enfrentan al mundo desde las imposiciones del tiempo: Sorel tenía que ser más pasional, más incauto que Carey. 
Ciertas lecciones de orden y limpieza que me han dejado al borde de una carretera que termina donde una vez hubo un puente. Me quedé con la sensación de que el final de la novela continúa en otro argumento que el autor ha decidido reservar para un siguiente libro. Como Thomas Bernhard terminaba los volúmenes de sus memorias sabiendo que el año que viene tendrá otro más listo para su publicación.
Un libro rico y lento como era ese tiempo que termina con la la relación de pareja que, si se me permite el capricho excéntrico, la autoría del collage, continuaría en la pareja de El desprecio de Alberto Moravia.

martes, 8 de mayo de 2012

Pilar Adón: El mes más cruel (2010)

No sé. Y supongo que es un problema de expectativas. Cuando encontré la portada de este mes más cruel creo que me llamaron la atención los ojos, debajo el título de Eliot, luego la edición, muy cuidada.
Entonces pasé algunas páginas y descubrí poemas entre los relatos, eso me provocaba mucha desconfianza, más porque eran poemas puestos por poner, sin tono. O si tenían un tono tendría que leer el libro para saber el por qué. Pero reconozco que mi primera impresión fue la de que los poemas servían para sumar páginas, algo tan lícito como cuando a Unamuno su editor le pedía más páginas y hacia posfacios y pre-prefacios, pero que es mejor ser Unamuno para meterse en el berenjenal. 
Ahí me aparqué las impresiones para leer el libro. Pero me distraía, pensaba, en mitad de una lectura que no me ha enganchado en absoluto, que tal vez sea mejor tener una portada más fea y un libro con más peso: cualquiera de esas feas ediciones inglesas de Eliot, y peor: la primera edición del Old Possum's Book of Practical Cats, horrorosamente dibujada por T.S. pero con gatos fornidos como el misterioso Macavity.
Volví a la lectura intentando entender qué había querido hacer la autora: una cosa como medio de misterio, unos personajes que pueden ser todos el mismo o casi. Y eso sería bueno si pretendiera confundirnos, significar, como intentaba Izamid, que todos los personajes son el mismo luchando por sus pequeñas ilusiones, pero no tengo la sensación de que esa falta de peso de los caracteres sea buscada.
Me ha gustado un poco el relato «El fumigador» y sí el breve relato sobre Scott de vuelta del polo norte. Pero en lo otro me he empeñado en descubrir ese peso del que había oído hablar.
Tal vez es que no sabes, Isidro, me digo a mí mismo, y paso a «Para que nada cambie» y sigo con «Noli me tangere». Y vuelvo hacia atrás, para volver a leer: hay algún momento inquietante pero no consigue equilibrar la levedad de todo lo otro, no hay un ritmo contundente en la prosa. No digo que todo el mundo tenga que escribir como Onetti o conseguir la sensación de elipsis que me da el editor de Carver, pero otra cosa, eso que no sabemos que buscamos hasta encontrarlo, que no depende siquiera de la intención del autor y que es lo que da peso a una obra.

martes, 24 de abril de 2012

Carson McCullers: El corazón es un cazador solitario (1940)

Anotar, dejar una marca al final de cada libro. Saltar de uno a otro sin estas notas no da tiempo a dividir, no fija mis ideas. Como me pasó al leer y dejar para más tarde las anotaciones de los volúmenes autobiográficos de Thomas Berhard. Así que deberé tomar como una obligación dejar una nota antes de pasar a lo siguiente. 
El camino de migas de pan, como estos dos días en el sur en los que me he aburrido horriblemente avanzando por El corazón es un cazador solitario. Llegué a McCullers por una referencia a Reflejos en un ojo dorado, alguien alababa desde otro libro a este, pero encontré primero por puro azar su primer libro. tal vez no estaba atento, tal vez venía de la lectura más divertida de Bradbury y me esperaba El vino del estío (1957). tenía conmigo también el minúsculo librito de Sebald El paseante solitario. En recuerdo de Robert Walser... 
Lo raro es que me había gustado mucho el principio:
En la ciudad había dos mudos. Estaban siempre juntos. Cada mañana a primera hora salían de la casa en la que vivían y bajaban por la calle en dirección al trabajo [...]
y que algo que normalmente me hace dejar un libro me obligó a seguir por algunas páginas en las que reconozco que no sabía qué personaje hacía qué cosa. Es cierto que era un esquema muy simple que yo no veía tal vez porque el paisaje y el buen tiempo me estaban distrayendo, pero seguía por el jaleo de nombres y de personajes que probablemente solo querían decir que una vida de pobre es todas las vidas de los pobres, más allá de las razas y, claro, de los nombres. 
No me desperté, no centré la idea hasta que disparan a la niña. siento haberme alegrado como lector de aquel tiro, pero me servía para poner una marca. A partir de ahí se dibujó más claramente el doctor, el borracho, la niña que compone. Me ha pasado algo muy raro que quiero que permanezca: sería fácil revisar las páginas y anotar los nombres, pero no recuerdo más que el del sordomudo Singer.
Así, la novela fue creciendo por su nada hasta el crechendo final. Empieza como el falso final de la novena con la visita de Singer a su amigo Antonapoulos. Luego sigue ese esquema hasta el Götterfunken:
Porque en un fugaz resplandor captó un vislumbre del esfuerzo y del valor humanos. Del interminable y fluido paso de la humanidad a través del tiempo infinito. 
No estropeo el final, la poesía de esta idea no revela nada de sus protagonistas. Solo me sirve como expresión de esa sensación final que marca muchas veces toda una lectura. Esas últimas líneas me han dejado pensando en la autora. ¿Por qué, solo por eso o hay algo más? Esas líneas dan sentido al plan, me dejan ganas de leer más, de investigar sobre la amiga de Klaus y Erika Mann y de W. H. Auden. Hay una novela ahí que tal vez Izamid debería escribir o que puede que esté ya escrita: los hijos de Thomas Mann, el matrimonio de Auden y Erika, la vida en Brooklyn.

lunes, 26 de marzo de 2012

Martín Caparrós: Los Living (2011)

Buen ritmo, sí, la velocidad desde el principio me recuerda a otras de la narrativa estadounidense del feamente llamado realismo sucio. Después, tal vez estaban las ideas de lo que uno había esperado a partir del título y la portada, y por otro lado estaba lo que el autor ha inventado. Es decir, que me gusta la historia del joven narrador omnisciente que conoce cómo fue el sexo entre sus padres en el momento de su concepción y ese tipo de cosas, incluso me gusta que eso se una a la lógica de la historia, que sepamos que es natural, todo eso es otro producto más de la fabulación del charlatán. 
Pero el problema es que la novela de luego, a partir del predicador en adelante, ya no me interesa o lo que es lo mismo, ya la he leído muchas veces en muchos sitios. En la historia de tantos charlatanes, santeros y estafadores. En el loro Lulú embalsamado al que la Félicité de Flaubert habla, luego le reza —desde ahí ya no pude esperar nada nuevo. En el «Mr. Taylor» y «La exportación de cerebros» de Augusto Monterroso que imaginé antes de leer. La sorpresa, me explica siempre Nedi, es el tercer elemento de la narración, pero quiere decir que no hace falta dar sustos ni dar sorpresas ilógicas, solo se trata de ir por delante del lector, que vaya a la zaga cuando vuelves la esquina y en unos segundos pierda la referencia, luego volverá a ver tu espalda unos metros más allá siguiendo tu camino.
Otra solución. Cuando me quedo con esta sensación pienso en buscarle un final mejor, más rematado, como en el The Ghost Writer de Polanski, ahí encontré una solución bastante mejor, menos fácil y más lógica que de todas formas ya no recuerdo. Entonces me viene la pereza: el autor no quiere mi final y yo no escribo, mi hobby es sacarle peros a esas películas y series norteamericanas en las que los hijos son siempre bajitos para que entiendas que son los hijos. La norma dice que los padres le sacan al predecesor una cabeza. Como si nadie hubiera aprendido de Orson Welles lo importante que es la posición de la cámara —Touch of Evil— y  sabemos que esos actores que ya han cumplido edad de no crecer más se quedarán perpetuamente bajitos al final de la película, serán el vivo reflejo de mamá en el color del tinte. 
Tanta fuerza al principio. Me dan rabia los argumentos mal aprovechados.

domingo, 18 de marzo de 2012

Jonathan Franzen: Libertad (2010)

No sé qué buscaba cuando empecé a leer Libertad. Supongo que me guiar por esa cosa tan rara que es la confianza que te provoca una editorial, pese a un titular espeluznante que se refería a que Barack Obama o su mujer había leído el libro, como si eso equivaliera a que el libro le pudiera gustar a Cheever o algo así. La cosa es que pudo la confianza que algunos buenos libros editados por Salamandra me habían dado. Así empecé a leer sin indagar más en internet, sin preguntarme qué más había escrito Franzen, si había publicado en The New Yorker o si esa ilustración tan fea significaba que el interior podría superarlo todo. 
Así empecé la lecturas de estas seiscientas y pico páginas: una lectura rápida y ordenada que me recuerda a otras buenas narraciones norteamericanas. Voy con cautela porque la sensación es buena pero a la vez ha faltado algo, puede que un poco de el caos de Faulkner, puede que un poco de la duda y la angustia existencial de Cheever. La historia está bien contada, todo va bien, muy para todos los públicos todo: un poco de sexo duro para no ser ñoño, un poco de Torres Gemelas, un poco del odio sin discusión para la guerra de Irak,  un poco de antiburguesía, un poco de judaísmo, algo de infidelidad, superpoblación, ecología, y Yo la tengo. No falta de nada, pero puede que eso sea lo que falla: la novela es necesidad, hay que darle necesidad al lector y no he tenido eso. Los personajes bien construidos, todos, desde Joe el niño inteligente desde la infancia, los diálogos y los pensamientos de Patty, está bien construida, como Cats, Walter, la hermana, los vecinos, pero según pienso en lo que he leído y repaso mentalmente me da la sensación de que este tío ha hecho una lista con todo lo que hay de tradicional y de nuevo en la novela norteamericana, y que lo ha metido todo y bien, pero es que lo ha puesto todo
Eso me falta, imperfección, sentir que el autor respira y es bueno y prefiere unas cosas a las otras. Tal vez su anterior libro sea algo peor, lo buscaré a ver si me gusta más que este.

miércoles, 18 de enero de 2012

Alan Sillitoe: La soledad del corredor se fondo (1959)

Tal vez el peso está en la intensidad de estas pequeñas historias. En la extensión limitada es posible acotar esa intensidad, controlar sus efectos: pensar en qué más hará en su vida el protagonista de La soledad del corredor de fondo, te hace sentir que piensas en tonterías, a nadie le importa más allá de lo que Sillitoe decide contarte. Un libro corto o un relato largo que adelanta libros y finales del tipo Trainspotting, y sigue la línea o lleva a Inglaterra esa expresión de la calle que viene del Voyage au bout de la nuit de 1931. Celine está en esa lengua sin pelos pero está también esa tranquilidad del cansado, del derrotado por las cosas.
A veces me pregunto dónde está esa célula de la verdadera literatura y no sé si preguntar eso es como preguntarse por la pauta, por la marca de la belleza. Sin dudar puedo decir, a una lista de títulos, cual es literatura y cual se queda en el camino, pero por qué me es tan fácil hacerlo. Es inconsciencia o la sensación de que a las otras obras les falta algo que es tal vez una marca, una cicatriz que queda aunque solo tú la veías. Supongo que esa cicatriz es la revelación, algo se subleva a través de la lectura como a través de una música, da igual que al principio le prestes poca atención, de pronto un giro muestra la marca, ¿no? Debe ser algo así.
Otras cuestiones aledañas se cruzan: 1. La obra maestra soporta las traducciones: Flaubert, Celine, Proust, Bukowski, Borges, seguro que Onetti del que no puedo imaginar una traducción. 2. Esa tinta invisible que te dice que hay obra maestra más allá de que a ti te guste o no. 3. La obra maestra lo es en sí contra el tiempo. 4. Obras nuevas que repiten el estilo de la maestra muestran esa mancha pese a que no conozcas el original y le impiden serlo. Una obra maestra lo es pese a que se componga y venga de todo lo anterior. 5. En la obra maestra prevalece la intención  del autor, es necesaria y es presente, pero ese hallazgo no depende de la intención del autor, cuántos tenían la intención, las ganas, la conciencia y les faltó la obra. 6. La obra es una obra total, se cruza de unos a los otros libros del autor, pero no todos son la obra maestra.
Faltan cuatro para hacer un decálogo, menos mal, no era esa mi intención. La cosa es que en este pequeño libro hay algo de esa libertad.

sábado, 7 de enero de 2012

Antonio Orejudo: Reconstrucción (2005)

A veces no sé si los libros que me gustan menos me disgustan por lo que esperaba en mi azar o por el libro en sí.  partes Reconstrucción es un buen libro, un libro bien escrito, bien traído, muy documentado. Me ha gustado la historia que va desde (o hacia) la historia de Miguel Servet, la recreación del ambiente de la reforma, el espíritu de la imprenta, los usos tipográficos... 
Pero por otro lado la historia se me hace densa sobre todo en el capítulo primero. Pienso en qué no me ha gustado y me ha gustado todo así que puede que yo no necesitara ese libro. Problema casi con seguridad de mi imaginario, que se movía entre Los pilares de la Tierra y El hereje: no se parece a ninguna de las dos. Es más real, más seria más trabajada que el mundo Disney de Ken Follett, sin duda alguna, y erudita a la altura de la de Delibes. 
Y como no sé por quién llegué a Orejudo, de la misma manera no sé con quién hablé de Delibes, del Delibes que más gusta a los de su tierra. La tierra, la familia y la capacidad de los tuyos para saber quién eres sin perspectiva, en primer plano. Charlaba hace poco con Macías Saint-Gerons sobre Delibes, que la gente de Valladolid, así, genéricamente, gusta más de su novela El hereje que de las otras que construyen una ciudad cotidiana. Tal ves es porque este tiempo en que se sitúa El hereje da la distancia de un Valladolid que está tan lejos de Valladolid como Melbourne y entonces ven al autor, no al señor que toma café por allí y compra la prensa. en este tipo de disquisiciones para nada nos entretenemos los amigos.
Y aunque no venga a colación la idea de la distancia sí viene la distancia entre Reconstrucción y El hereje: una misma época y una diferencia, la capacidad de dibujar y dar fondo a los personajes de Delibes y los más planos personajes de Orejudo. Las comparaciones son odiosas, lo sé, peroes imposible no tener en la cabeza la otra historia cuando se lee esta, interesante pero con personajes más planos, cosa que veo —puede que de ma misma manera por la falta de  distancia— en la narrativa actual: pasan muchas cosas pero me es imposible crear un vínculo con los personajes. No sé.
Creo que esta sensación agridulce pasará con el tiempo y dejará solo a la obra con lo aprendido. La emoción de escribir, de lo aprendido, queda al final de las tapas, que el tal Orejudo ha tenido que sufrir y disfrutar como una lagartija al sol, la dicha plena.


lunes, 2 de enero de 2012

Enrique Vila-Matas: Dietario Voluble (2008)

De Un libro que dejé en el montón de próximas. Había terminado de leer Dublinesca que es hasta lo de ahora el que menos me ha gustado, tal vez porque siento cierta adicción a los pequeños enllaces que llevan de una obra a otra: el adicto nunca lo comprende hasta que resulta irremediable. Ese Vila-Matas es el que me importa Vila-Matas.
El que me habla de en Magris, rescata a Edith Keeler de un viejo capítulo de Star Trek, me habla de Casas Ros, de Gracq, de Malamud, viuelve a Montaigne y a Stefan Zweig, repasa el K. de Sebald y del de Roberto Calasso del que tal vez por un exceso de espectativas me pareció un trabajo de colegio, largo para el cole si se quiere. Estaba Rachel Seiffert a la que buscaré y El vuelo de Ícaro de Raymond Queneau.
He pensado mucho en el estilo que a veces son vicios adquiridos, pero que debo interpretar como lector que soy como parte la lectura, la distancia desde la que escribe, es decir, frases hechas del tipo:
La pose del que necesita colocarse frente a las descargas ilegales y elegir una postura ambigua, pero para ello hace cosas rebuscadas: Si no tenía ordenador por entonces ¿por qué no se lo pediste a la editorial que te reedita? 
Esa pose en la que dice que olvida y recuerda pero el una manera de hablar, solo invoca en su cerebro las ideas para seguir el discurso, el artículo periodístico. Bien, está bien, es una manera de esquematizar ese cerebro que no es un cuadro sinoptico o una estantería en al que ordenar el tiempo.
Pero lo mejor es todo lo otro. Que es uno de esos libros que tienen demasiados datos pero en el mejor sentido de la palabra: leeré otra cosa y luego volveré a él para anotar: para seguir con Céline y con Flaubert.