viernes, 8 de abril de 2011

Juan Carlos Onetti: El pozo (1939)

Fue El astillero el libro que me hizo empezar estas anotaciones en papel. Un poco así: como cuaderno de bitácora que fije los días y las acciones, que obligue a una memoria, o a no olvidar.
Olvidar es bueno y es peligroso. O como casi todo y para caer en el tópico es bueno y es malo. Olvidar es malo cuando uno quisiera recordar cada momento, cada línea de algo que para él tuvo importancia sobre el pasado. Recordar es malo cuando pienso en esos momentos de luz vista más tarde, luz que uno quiere aclarar en el re cuerdo hasta el sueño que lo revive, valida para siempre. Porque el sueño es maldición y la desmemoria es bendición. Olvidar es bueno porque no pesa lo irrecuperable. Olvidar es malo, dejamos de ser si es que fuimos algo, la memoria borrada es un suelo tosco, una materia no real sobre la que pisar. 
Por eso comencé a notar mis lecturas, para que los días no se disuelvan entre comida, cena y sueño. Por eso prefiero, creo, seguir así a salir a buscarla, porque la memoria es frágil, quiero decir cobarde.
Y fue Juan Carlos Onetti, esa vaciedad --digo la palabra como si la inventara-- esa vaciedad de unos personajes que vuelven como yo de la nada, que llenan sus días de nada, de ausencia convertida u ordenada como objeto. Rellenan y completan informes inservibles.
Tal vez eso nos dice Onetti: que todo es inservible, que Ocnos trenza los juncos con que se alimenta su asno para llenar el tiempo puro. Yo estoy aquí ahora, viviendo la aventura de mis juncos inservibles. Otros corren en las carreras de coches, otros investigan células cancerígenas, otros escalan montañas o descubren las propiedades de una nueva droga, de otro paraíso artificial. Así pasa el tiempo.
La duda nuestra, la del hombre inuti y contemporáneo, no está en cual de esas formas elegir: el astronauta o el agricultor. La duda es cuál de los tu mismos, de tus caminos cuál.
El protagonista de este pozo, un ensayo primero que será parte de otros hombres sobre la nada que serán más complejos, más nada, lo sabe todo desde su cuarto, desde su pieza cerrada que a su vez cabaña o celda. Ahí encerrdos están todos los que son él: el muchacho y la bestia. Una historia que va creciendo en los personajes de su recuerdo, las mujeres por las que no se interesó más que como una parte de lo que él es.
Y está aquí, ya, aquello dice Vargas Llosa y que yo no había sabido enunciar por mí mismo, esa busqueda de Onetti por recrear la realidad en vez del sueño, como si él, sus personajes, nosotros, viviéramos del lado del sueño y buscáramos recuperar o interpretar la realidad. o como si la realidad fuera falsa y fuera necesario interpretarnos, como cuando este Eladio Linacero despierta a Cecilia para que sea la imagen que él recuerda de ella:
Entonces tuve aquella idea idiota como una obsesión. La desperté, le dije que tenía que vestirse de blanco y acompañarme. Había una esperanza, una posibilidad de tender redes y atrapar el pasado y la Ceci de entonces. Yo no podía explicarle nada; era necesario que ella fuera sin plan, no sabiendo para qué. Tampoco podía perder tiempo, la hora del milagro era aquella, en seguida. Todo esto era demasiado extraño y yo debía tener cara de loco. Se asustó y fuimos. Varias veces subió la calle y vino hacia mí con el vestido blanco donde el viento golpeaba haciéndola inclinarse. Pero allá arriba, en la calle empinada, su paso era distinto, reposado y cauteloso, y la cara que acercaba al atravesar la rambla debajo del farol era seria y amarga. No había nada que hacer y nos volvimos.
Como el Pollock de la película que interpreta Ed Harris, que vuelve borracho a la casa y sube la escalera gritando, escupiendo «Fuck Piccaso», un canto o como una oración o un mantra que otros han repetido con Joyce. Esa imposibilidad o esa súplica por superar al maestro, por realizar algo nuevo, por encontrar una brecha, un subrepticio, este fragmento mismo que forma una obra desarrollándose en Un sueño realizado y luego en todo lo otro. «Qué cabrón Onetti», eso se lo he oído yo a muy buenos amigo. Porque hay algo en su música, que no está en otro sitio.
Aquí, inicio, hay algo puro, abierto, más cándido o menos cansado que en otras novelas. Puede ser en la propia fuerza del que escribe, de quien se enfrenta a lo que es por primera vez a través de una novela. No es Canadá y no es Santa María. Una novela es un hombre no un sitio. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario