lunes, 31 de octubre de 2011

Stefan Zweig: Novela de ajedrez (1941)

No es tan delgada la línea que está entre la buena, la verdadera literatura y lo otro. Qué debilidad tengo con estos pequeños libritos, tal vez porque son silenciosos, por lo mismo que dije de la novela de Dai Sijie: no está la búsqueda de la grande elocuencia, sino la búsqueda más silenciosa de la belleza.
Me levanto por la mañana, a cualquier hora, ojeo por la ventana como asegurándome del orden de las cosas: no existe, es una ficción. Ahora leo menos, ordeno con mi memoria el exterior de la ciudad, tal vez un día dejarla atrás y será mejor dejarla en orden. Qué pasará entonces. Volveré a ella.
Los libros, este caos, son un juego desde el principio. Aunque a veces he pensado que debería crear un sistema, escribir las listas en las paredes como un buen psicópata, uno diligente, y luego comprar muchos metros de cordón de hilo rojo, y otro azul, y chinchetas, y trazar ese orden entre los libros que me han llevado desde el libro de Veronique hasta ningún sitio, aunque una vez me divertí inventando esa psicosis sé que esa sería la forma más fácil.
Lo difícil es que un libro lleve a otro y las pistas, ella lo sabía, y yo lo entendí por eso, son combinatoria, llevan a otros no importa cual libro sea el siguiente. El final del camino no es una calle con un número y un botón con un piso descrito en la última línea. El final es saber, o comprender, que el el final está en mitad de cualquier parte en la que cerrar un libro, cortar el gas, emprender el viaje. Cuándo sucede eso no lo sé, nadie. Ni sé si estos días han sido los libros oportuno o podrían haber sido otros, obras seleccionadas por lo que se espera un lector alto, menos impaciente. Por qué no seguí a Dostoievski, porqué no leí Guerra y paz, porqué no leí las Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero que me regaló Cheche.
Un mal hilo o un cordón demasiado tensado que hace saltar una chincheta de la pared, perder un paso y elegir un libro inesperado de la estantería de la biblioteca que me llevará a otro sitio, pero como la puerta errónea lleva a todas las otras puertas.
Zweig es un personaje extraño que se ha abierto camino en mitad del árido o desconcertado panorama editorial de este país a través de la editorial Acantilado.
Cristina siempre me dice que soy un melodramático o un romántico, en más eso lo que dice. Pero es que yo disfruto con esto, con esta cobardía. Una cobardía peor que la del hombre que se aparta del ajedrez durante veinte años. Tampoco es tanto tiempo veinte años. Ya sé, un poc traída por los pelos mi relación con este personaje de la novela, el último de ellos por orden de la inteligencia de Zweig que ha dividido su novela entre los tres personajes que son el protagonista consecutivo de esta dinastía: primero el narrador, el mismo Zweig, pienso, el observador que nos narra la historia del segundo protagonista, el campeón de ajedrez Mirko Czentovic, y el tercero el doctor B.
El hombre metido en este libro va ganando amistad con el narrador, luego con el de que todo lo ha conseguido por su habilidad, el tímido muchacho de pueblo ruso que ahora es campeón y con el que Zweig te lleva de la empatía con el bicho raro a la repulsión. En ese lapso en antihéroe se ha convertido en héroe. Entonces nos presenta al nuevo protagonista, el doctor B. y reconvierte la narración para hacerla pasar por la Historia reciente de Alemania.
Ahí aquí, por la injusticia del tiempo, un germen de Borges, aunque ignoro la precisión de las fechas, o si acaso conocieron las obras del otro seguro que da igual, la obra de uno es la confluencia de su tiempo y solo gana la carrera el que luego los lee, da igual luego cuándo. Pero me pierdo. B. nos habla de su historia personal en la Historia, del cautiverio y sus razones, de la Gestapo y del libro de ajedrez que, curioseando en la red, es el mismo que Zweig repasaba a diario junto a su mujer, el de las partidas de los maestros, como el joven doctor B. encerrado en la habitación de un hotel.
Luego el final hacia la segunda partida entre los dos jugadores a los que el narrador observa, aunque aquí creo que la maestría está en el juego, como la literatura no está en su final, está en la partida no ese último movimiento que es la vida del Zweig real.
En este juego me maravillan trucos que casi no tienen importancia, como el modo en que introduce a Czentovic, la historia sin querer en la que se hace omnisciente a partir de sus pocas noticias y las de su acompañante, un personaje al que diluye porque ya no tiene importancia y hay que pensar en crear otro personaje nuevo que acerque al alter ego de Zweig a la partida.
Otra vez no recuerdo, y lo leí no hace mucho, que las novelas deben empezar como quien entra en una habitación y se encuentra con algo que ya ha empezado, y luego, hay un momento en el que tiene que irse.
Así nos va llevando a empellones, como el barquero. Adónde irá el autor en ese empellón final: me impresiona que Zweig se suicidara un año después de escribir esta Schachnovelle. Somos propietarios de nuestra vida o solo de nuestros errores.

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