sábado, 5 de noviembre de 2011

Thomas Bernhard: El sobrino de Wittgenstein (1982)


Y esa línea incoherente de la que hablaba viene de El asco de Horacio Castellanos Moya. Ese libro es el que me ha hecho buscar un nombre que sonaba sin saber de qué. Luego me he dejado llevar por el título. Los títulos, su capacidad de atracción, su peso y su capacidad para definir a un autor siempre han permanecido a mi curiosidad. 
¿Qué esperaba de un libro titulado El sobrino de Wittgenstein? En primer lugar un sobrino metafórico, no uno de carne y hueso. Una novela ordenada a lo largo de la filosofía del siglo XX. Por qué el XX, no lo sé, hablo de una idea no racionalizada. Tampoco esperaba una obra biográfica. Como quien elige una película en la puerta de unos cines, por el cartel, por nada, entré aquí.
Para seguir la analogía el inicio de la novela funciona casi como cuando entras algo tarde, en un diálogo tras la música y los títulos y después de alguna imagen que sirve de canónico preámbulo. Arranca y no sabes siquiera que se trata de un fragmento autobiográfico, no lo descubres hasta el final del libro, en la entrega de premios al autor Berhard, un vago trazo como todos los otros. Cuando más al final  de la película, entiendes que estás viendo una biografía real, entiendes que no lo es. es un leve episodio lleno de peso o de nada. No hay vida real, casi no recuerdos: algunas horas con su amigo Paul Wittgenstein, escuchando las sonatas para violín de Beethoven, la elección del traje para el premio, esas cosas.
El peso no está en los hechos, está en las repeticiones que supongo el traductor a traído hasta aquí, ese uso hasta el cansancio de la redundancia. Pensaba todo el tiempo en algunos de los cuentos de Izamid, en su lucha contra la naturaleza que le hace repetir inconscientemente la misma palabra en el mismo párrafo. Pero Izamid sufre al releer, siente que disuena, no hay armonía o una música aquí buscada, comprende cuando relee que es un erro, no un ejercicio de estilo. Cambia palabras y cuando vuelve a leer ha vuelto a repetir otra que antes funcionaba y pesaba en su soledad. Cree que a Onetti o a Flaubert no les costaba tanto alcanzar le mot juste. Pobre Izamid.
Me divierten las historias del sobrino de Wittgenstein, que creaba éxitos o arruinaba óperas en Viena solo por su ahínco en el aplauso o el abucheo, la alta opinión sobre Karajan, que siempre me resultó antipático por su exceso teatral en la dirección: casi en mi ignorancia, yo que no me siento válido para sopesar el resultado musical de sus ejecuciones, me molestaba la sensación de que más que dirigir interpretaba un papel, y que me emocionara ese papel. Aquí, para Bernhard es el director más importante del siglo y para el amigo un charlatán y así siguen.
El diálogo entre Paul y Thomas sirve para opinar: la ciudad y el campo, la pasión y la obsesión y la locura. La locura y la relación que todos guardamos con los locos soportables. Los locos soportables son las personas que viven dentro de sus cerebros más que los otros, porque les cuesta salir de él o porque usan códigos enrarecidos que para ellos es la normalidad pero por los que no podemos alcanzarles.
Paul irá vendiendo sus bienes a lo largo de su vida, los muebles de las mansiones, los de la familia, retratos encargados a Klimt y a otros «bajo la excusa del mecenazgo», «so pretexto» traduce Sáenz. Esos fragmentos y otros en los que me llevan a Sebald hacen peso en la novela, la convierten en lo que es.
Y luego me divierte, y eso significa lo miemo que decir que me entristece, el comentario sobre lo que los familiares de Ludwing Wittgenstein, lo que opinaban de él, en como la familia pocas veces sabe valorar al creador, lo ve como excentricidad. Eso me lleva a tantos papeles guardados por los supervivientes, acaso con cariño hasta que el nieto, el sobrino que ignora quién su tío, vende a peso o recicla. Los papeles desnudos. Eso o los filósofos que no publican su obra, que ordenan sus palabras y no en papel, Sócrates menores pero tal vez alguno mayor sin quién que plasme su pensamiento junto a los que unen en papel y copian en líneas seguidas, con puntos y a parte o en un pensamiento sin pausa como el de los libros de Bernhard.
Un Primer folio. Dejar constancia, de un intento que no sirve de nada, como el que busca el Neue Zürcher Zeitung porque solo existe la búsqueda, no existen los hallazgos.

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