jueves, 9 de septiembre de 2010

Marcel Proust: En busca del tiempo perdido, I. Por el Camino de Swann (1913)

Tal vez una búsqueda como la de Proust es la del que, a través de la memoria busca en qué se equivocó, procura localizar cada una de las minúsculas variaciones de la vida —que son todas—: una duda, un parpadeo producto del viento frío de las afueras, una respuesta demasiado apresurada. Tal ves esa es la búsqueda que Marcel Proust hace dentro de su memoria la que hago, yo, un desmemoriado, a lo largo de estos libros.
Encuentro gestos, recuerdos de museos, pinturas que me llevaron a posponer un día el encuentro por la sorpresa de una retrospectiva de Turner, dudas en que me sentí más como el niño Proust en los Campos Eliseos que como Swann ante un capricho o un cariño de Odette. Pero me vuelvo a dejar llevar por el soniquete de esta prosa que enlaza pensamientos veloces, que no deja al tiempo segundos para llevarlo al sueño.
Cuando decidí comenzar esta novela en siete partes, pensé en intercalarlas con otras lecturas, me propuse releer algunos libros de relatos: a Schwob, al que he recordado durante el viaje, a Nabokov, Felisberto Hernández, que compré en Buenos Aires, y así ir improvisando hasta seis. Pero al terminar este primer volumen creo que no tiene sentido descansar con otras lecturas.
Tal vez estaba demasiado asustado por tantos que se han  preciado de haber leído À la recherche du temps perdu como de un hito inalcanzable, poniendo cara grave de densidad o de aburrimiento, que a veces es lo mismo, otras no. Pero tal vez se lo tomaron cuando a mi me castigaban en el colegio a aprenderme, para la semana que viene, las cuarenta de Manrique. Quien eso hacía no había aprendido nada de literatura, como les sucede a tantos profesores que acercar a un chaval a la literatura, enseñar a disfrutarla es eso. Se me ocurre un símil proustiano, de esos que van llenando y sorprendiendo, haciendo amena la lectura, pero este es mío, más chabacano y necio que los suyos: Como si el profesor, un tal Camacho, hubiera querido enseñar los placeres de la anatomía femenina diseccionando un cadáver.  
Así, pero mejor, Proust nos va sorprendiendo con símiles que en su acumulación se hacen naturales, como este ya al final que he apuntado en la libreta:  
[...] cuando estaba dormido, sacaba de imágenes incompletas y mudables deducciones falsas, y, momentáneamente, tenía tal potencia creadora que se reproducía por simple división, como algunos organismo inferiores.
«Organismos inferiores»... hay expresiones que no se pueden deber solo a la traducción y que si hubiera apuntado podría haber vendido a varios amigos míos como títulos para otros tantos libros. Pero más allá del estilo el libro me ha divertido y me ha gustado: el intento literario, su fuerza creadora y sobre todo esa manera de recrear: el niño y sus vergüenzas y sus desilusiones, el horror de Swann ante la frase «dos o tres veces».


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