jueves, 3 de noviembre de 2011

Alfredo Bryce Echenique: Un mundo para Julius (1970)

Una mezcla de corrientes que como algunos platos con demasiados buenos sabores no me ha terminado de gustar. Lo cierto es que a partir de la parte tercera descubrí que aunque saltaras algunas páginas tampoco pasaba nada extremo y justifiqué mis burdos saltos con cierta teoría que leí en Cortazar según la cual el texto del realism de la literatura inglesa puede leerse con esa misma torpeza con la que leemos la realidad: conectamos y desconectamos, entramos en una tienda y hay una conversación empezada que sigue cuando salimos, o hablamos y alguien nos llama por teléfono y volvemos a esa charla en otro punto después de colgar...
No cabe duda de que el libro no es lo que yo esperaba: decimonónico con intentos joyceanos y un intento brillo no logrado de En busca del tiempo perdido: se parece a ésta en el intento de recreación del mundo infantil, de esa memoria, pero falta el brillo de los símiles de Proust.
El arte es algo extraño:no sabemos qué hay que hacer para crear algo NUEVO, pero si sabemos cuando estamos leyendo algo que no lo es, y lo pero es que el escritor no sabe, no creo que sepa, no creo que tenga capacidad, perspectiva para intuir ese brillo.
Tal vez debería haber leído la La vida exagerada de Martín Romaña, que es el libro al que me llevaban los otros cuando cayó este otro en mis manos.
En mitad he leído, para animarme en la lectura tediosa del final de la segunda parte, la Novela de ajedrez. Menos mal, me digo. Pero vuelvo a preguntarme qué hay de diferente entre este Julius y el de muchacho de Proust, entre este libro y los de Salinger o de Onetti, o de... Esa ha sido mi principal inquietud con este libro: ¿por qué no? tengo que ordenar más mis ideas para resolver la ecuación, ecuaciones literarias. 

lunes, 31 de octubre de 2011

Stefan Zweig: Novela de ajedrez (1941)

No es tan delgada la línea que está entre la buena, la verdadera literatura y lo otro. Qué debilidad tengo con estos pequeños libritos, tal vez porque son silenciosos, por lo mismo que dije de la novela de Dai Sijie: no está la búsqueda de la grande elocuencia, sino la búsqueda más silenciosa de la belleza.
Me levanto por la mañana, a cualquier hora, ojeo por la ventana como asegurándome del orden de las cosas: no existe, es una ficción. Ahora leo menos, ordeno con mi memoria el exterior de la ciudad, tal vez un día dejarla atrás y será mejor dejarla en orden. Qué pasará entonces. Volveré a ella.
Los libros, este caos, son un juego desde el principio. Aunque a veces he pensado que debería crear un sistema, escribir las listas en las paredes como un buen psicópata, uno diligente, y luego comprar muchos metros de cordón de hilo rojo, y otro azul, y chinchetas, y trazar ese orden entre los libros que me han llevado desde el libro de Veronique hasta ningún sitio, aunque una vez me divertí inventando esa psicosis sé que esa sería la forma más fácil.
Lo difícil es que un libro lleve a otro y las pistas, ella lo sabía, y yo lo entendí por eso, son combinatoria, llevan a otros no importa cual libro sea el siguiente. El final del camino no es una calle con un número y un botón con un piso descrito en la última línea. El final es saber, o comprender, que el el final está en mitad de cualquier parte en la que cerrar un libro, cortar el gas, emprender el viaje. Cuándo sucede eso no lo sé, nadie. Ni sé si estos días han sido los libros oportuno o podrían haber sido otros, obras seleccionadas por lo que se espera un lector alto, menos impaciente. Por qué no seguí a Dostoievski, porqué no leí Guerra y paz, porqué no leí las Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero que me regaló Cheche.
Un mal hilo o un cordón demasiado tensado que hace saltar una chincheta de la pared, perder un paso y elegir un libro inesperado de la estantería de la biblioteca que me llevará a otro sitio, pero como la puerta errónea lleva a todas las otras puertas.
Zweig es un personaje extraño que se ha abierto camino en mitad del árido o desconcertado panorama editorial de este país a través de la editorial Acantilado.
Cristina siempre me dice que soy un melodramático o un romántico, en más eso lo que dice. Pero es que yo disfruto con esto, con esta cobardía. Una cobardía peor que la del hombre que se aparta del ajedrez durante veinte años. Tampoco es tanto tiempo veinte años. Ya sé, un poc traída por los pelos mi relación con este personaje de la novela, el último de ellos por orden de la inteligencia de Zweig que ha dividido su novela entre los tres personajes que son el protagonista consecutivo de esta dinastía: primero el narrador, el mismo Zweig, pienso, el observador que nos narra la historia del segundo protagonista, el campeón de ajedrez Mirko Czentovic, y el tercero el doctor B.
El hombre metido en este libro va ganando amistad con el narrador, luego con el de que todo lo ha conseguido por su habilidad, el tímido muchacho de pueblo ruso que ahora es campeón y con el que Zweig te lleva de la empatía con el bicho raro a la repulsión. En ese lapso en antihéroe se ha convertido en héroe. Entonces nos presenta al nuevo protagonista, el doctor B. y reconvierte la narración para hacerla pasar por la Historia reciente de Alemania.
Ahí aquí, por la injusticia del tiempo, un germen de Borges, aunque ignoro la precisión de las fechas, o si acaso conocieron las obras del otro seguro que da igual, la obra de uno es la confluencia de su tiempo y solo gana la carrera el que luego los lee, da igual luego cuándo. Pero me pierdo. B. nos habla de su historia personal en la Historia, del cautiverio y sus razones, de la Gestapo y del libro de ajedrez que, curioseando en la red, es el mismo que Zweig repasaba a diario junto a su mujer, el de las partidas de los maestros, como el joven doctor B. encerrado en la habitación de un hotel.
Luego el final hacia la segunda partida entre los dos jugadores a los que el narrador observa, aunque aquí creo que la maestría está en el juego, como la literatura no está en su final, está en la partida no ese último movimiento que es la vida del Zweig real.
En este juego me maravillan trucos que casi no tienen importancia, como el modo en que introduce a Czentovic, la historia sin querer en la que se hace omnisciente a partir de sus pocas noticias y las de su acompañante, un personaje al que diluye porque ya no tiene importancia y hay que pensar en crear otro personaje nuevo que acerque al alter ego de Zweig a la partida.
Otra vez no recuerdo, y lo leí no hace mucho, que las novelas deben empezar como quien entra en una habitación y se encuentra con algo que ya ha empezado, y luego, hay un momento en el que tiene que irse.
Así nos va llevando a empellones, como el barquero. Adónde irá el autor en ese empellón final: me impresiona que Zweig se suicidara un año después de escribir esta Schachnovelle. Somos propietarios de nuestra vida o solo de nuestros errores.

sábado, 22 de octubre de 2011

Dai Sijie: Balzac y la joven costurera china (2002)

Un desorden de ideas. Qué novela me lleva a la siguiente. Qué libro a otro. Aquí he llegado a través de la editorial Salamandra. Alguien en su puesto del Retiro en la Feria del Libro de Madrid se la recomendó a una amiga, o le recomendó El último encuentro de Sandor Marai. Esta estaba al lado, en una versión de bolsillo con los cantos troquelados, la colección aniversario. 
Me gustan estas novelas pequeñas, me transmiten esa sensación de que esto era y es todo lo que tenían que contar. Como Seda. Como Crónica de una muerte anunciada. Como en una honestidad que obliga al autor a vender un texto que por breve no van a querer los editores, tendrán que añadir presfacios y posfacios como le pedían ya a Unamuno para cumplir con la norma de las páginas. Pero no hay más que hablar: Los adioses.
En Buenos Aires encontré por fin las obras enteras de Onetti, pero en dos volúmenes. Novelas cortas y novelas normales. Qué orden sin sentido es este si todo orden lo es ya.
Esta novela es corta y no es pretenciosa y eso es lo que se espera de su dimensión, aunque la pretensión está en la actitud y no en el número de caracteres.
La historia me ha entretenido sin sorprenderme, con un argumento sin garra pero cálido. Me acordaba de continuo de la película El violín rojo, que parte de ese mismo periodo de la historia de China y luego va hacia atrás y salta a nuestros días.
Aquí el narrador, uno de los dos chicos, el dueño del violín de la escena primera, nos narra la historia de su reeducación y las reeducaciones del totalitarismo chino, la vida en ese pueblo perdido con su amigo.
Luego las pequeñas aventuras: el sastre y su hija, los libros escondidos del otro desterrado, el de las gafas. Ahí estaba Balzac escondido en una maleta escondida junto a los otros autores occidentales.
El final, no sé, puede que sea el que necesita. Mi reproche es hacia la forma de la narración, no hacia la materia de esas páginas, la frase de Balzac traída de cualquier manera.
Para mí, mejor un tirón, algo como una pequeña garra o un roto, algo que me haga pensar, que no me deje hueco. 

  

lunes, 17 de octubre de 2011

Jon Bilbao: Como una historia de terror (2008)

El buen caos de los libros de los ritos comencé leyendo el que más me ha gustado de los textos: «El hambre en los alrededores del lago». Me gustó, con su ritmo su extrañamiento.

viernes, 7 de octubre de 2011

J.D. Salinger: Seymour Glass, relectura de Hapworth (1965) y An Introduction (1959)

Releer a Salinger es una forma de aprender de uno mismo, ya sé que esto suena pedante o excesivo, o las dos, pero cuando leo a esos personajes que solo él sabe construir aprendo cosas, cosas que me van a servir. Aunque eso no es lo principal, la utilidad, o sí porque hablo de una utilidad íntima. 
Una lectura guiada, un libro que es íntimo y que si se editara sería un monstruo contra la naturaleza como el que sale de publicar a Borges en dos volúmenes, poesía y prosa, como si lo otro no fuera lo uno y al revés, desnaturalizando El hacedor, o el Elogio de la sombra
He ordenado para mi un libro con los relatos de la familia Glass. Asís Guillén me contó algo de lo que son los niños Glass, pero no me he enterado bien, creo que me decía que se llamaba así a esos pequeños con una mente por encima de los que se han dado en llamar (pasará esta acepción) superdotados, que se llama así a los seres en los que permanece la conciencia clara de sus vidas previas... pero no recuerdo, fue una charla a la salida de un sitio, ya casi despidiéndonos hasta otra semana.
Por eso me he planteado una lectura ordenada hacia esa iluminación, no mía por supuesto, sino la de los niños Glass. 

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Vladímir Nabókov: Cuentos Completos (1921-1959)

Lenta, difícil lectura la de estos cuentos que no me han gustado. No me ha gustado casi nada, porque en unos cuentos completos hay etapas y es verdad que ningún hombre es el mismo y más cuando pasa por tantos hombres a lo largo de la vida. Así al final me he reconciliado con el autor en los últimos relatos, creo que de la etapa americana, algunos riesgos nuevos, un trabajo menos costumbrista que todos sus primeros relatos.
Mi edición contenía sesenta y ocho cuentos y tengo que reconocer que seguí adelante por la buena impresión del Habla, Memoria, si no...
pero sí hay algo que decir de algunos de esos mejores: El círculo (1936) de su etapa final en Berlín, con la técnica que advierte usó él ya antes del Finnegans Wake. Y otros...
En fin, que divertido enfadarse con autores que ya no están, y luego arreglarte y luego, ya al final en esa etapa de reconciliación encontrar en un ACBD Cultural viejo una cita de Houellebecq que dice que Nabókov es un mal escritor... No sé si tanto, pero ha divagado y ha sido persistente y estaba perdido como todos en el tiempo pero en un siglo más raro y no puedo juzgar porque no he leído más que los dos libros, pero: lo cierto es que he intuido un divagar en lo literario que parecía más relacionado con buscar el pan que con buscar la literatura verdadera. Quién sabe si esto existe, quién si esta es la novela que construyo yo sobre su periplo de un extremo San Petersburgo, a través de toda Europa y hasta Norteamérica.

martes, 13 de septiembre de 2011

Truman Capote: Música para camaleones (1980)

Vuelta a un viejo libro leído hace demasiado tiempo. Ningún libro es el libro que leímos pero esta idea torpemente simple te hace ver al que fuimos del otro lado del tiempo. Hace más de quince años había leído Música para camaleones pero había olvidado todo lo que aprendí en su lectura y todo lo que podía haber aprendido si hubiera sido el momento.
Me volvió a gustar su técnica, aunque ahora me parece más avanzada todavía que en la primera lectura. El uso casi teatral, cinematográfico. No recordaba de ninguna manera ese último texto del autor contra sí mismo, ni siquiera el del compañero de Charles Manson en «Y luego ocurrió todo», Beausoleil y esa idea que tanto atrajo a Capote, la historia de por qué hacen lo que hacen asesinos, los ladrones, los. Las personas componen su realidad a partir de lo que su cerebro es capaz de hacerles comprender, y creo que eso es lo que intenta hacernos ver Capote mostrando la realidad por el ojo de estos personajes:
RB: ¿Intenta decir que soy un psicópata? No estoy chalado. Si tengo que emplear la violencia, la empleo, pero no creo en el asesinato.
Recordaba «Mojave», pero no recordaba por qué, he descubierto que recordaba mal «Un día de trabajo».   

jueves, 1 de septiembre de 2011

Washington Irving: Cuentos de la Alhambra (1832)

Un mes sin leer es una cura extraña de no sé qué. Y volver con este libro me ha hecho pensar y atar algunos cabos que puede que no fuera necesario atar. La primera impresión de estos Cuentos de la Alhambra han sido las rápidas relaciones entre este y otros autores posteriores, a sabe: los relatos de la Historia universal de la infamia de Borges y el nuevo interés por los libros de viajes entre la novela y la guía de viajero culto o semiculto (pienso en Bill Bryson y en Sebald y en otos). Ahí se mueve Washington Irving en un libro que me ha sorprendido por la innovación que supone y algo que he echado de menos: un colofón, un final que cierre el círculo, aunque esto tenga más que ver con mis propias propias obsesiones de un orden pero también con mis gustos. Es decir, que me gusta la parte en que el autor se hace presente, las cuatro primeras partes del libro, y me hacen gracia pero casi me sobran las otras siete en las que me mantuve en espera de que el autor volviera a aparecer, y no porque no me interesaran las leyendas, que me interesan pero me aburren, como porque esperaba mi crescendo, eso que siempre pido y que no tienen por qué darme: un capítulo último en el que Washington Irving con su fiel escudero Mateo Jiménez, me dijeran algo más del libro que el raro americano había ido a escribir a Granada en 1829. Y en fin, como siempre son las expectativas las que hacen que las cosas en el mundo tengan o no éxito, así que otra vez más me echo la culpa de este final abrupto que lo es porque el lector se había inventado otra cosa.
Me quedo contento con otras ideas: la de cierta literatura que uno encuentra de pronto y cree que no vienen de ningún sitio, la de que toda la literatura es suma y sigue e Irving era un eslabón que uno tenía perdido y es necesario para entender esta Teoría de las especies literarias.

jueves, 23 de junio de 2011

Fernando San Basilio: Mi gran novela sobre La Vaguada (2010)

Luego pienso que debo de seguir una pauta, que cada libro nuevo no me conduce a otro ni me conduce a, por decirlo de una manera ciertamente psicopática, una realidad que sea, además real. Pero ahora no puedo evitar fijarme en los escaparates de las librería, y así la limpia portada de la editorial Caballo de Troya me sentó a leer toda la tarde.
Cierto encanto de leer sin esperar nada, solo por una intuición. Una novelita, lo pienso por la brevedad y por la levedad, no por la altura, que te divierte y te hace pensar sobre la realidad rara de nuestro tiempo.

lunes, 6 de junio de 2011

Enrique Jardiel Poncela: Un país de ladrones (1950?)

Leo esta novelita de Enrique Jardiel Poncela que por lo poco que dice la solapa y lo menos que dice internet debió de estar escrita en los últimos años de su vida.
Más bien recuerda a una reconstrucción a la manera de Nabokov con El original de Laura (1975-1977). Más extenso que esas pocas páginas de The Original of Laura, Jardiel Poncela reune aquí, aunque con cariño y con su tono de siempre, cercano, lleno de humor y de dolor aunque decirlo así suene cursi, reune todo lo peor de l a tradición española, no solo literaria sino lo que a él más le interesaba, la humana. Parece ser, aunque lo decuzco yo solo que volvió a la novela ya hacia el final para intentar dejar dicho lo que tenía que decir.
Venía de obras de teatro como El sexo débil ha hecho gimnasia (1946), Como mejor están las rubias es con patatas (1947), más que dos títulos dos greguerías, Los tigres escondidos en la alcoba (1949) y un proyecto de biografía que leo en internet iba a titularse Sinfonía de Mí.
Este título, duro, realista, viene más en el tono de sus primeros textos. Tal vez se imponía una mirada más dura para entrar a pensar sobre la idiosincrasia española. Pero no habla desde la zona lúgubre, desde el remordimiento, teje, alrededor de su personaje Mauricio Contreras un entramado de estatuas, me parece a mi, arquetipos de lo que ha llevado al país a ser lo que es: en lo bueno y en lo malo, como se dice en las bodas, o se decía, hace mucho que no voy a una. A lo que iba: Mauricio está rodeado por esos personajes que inevitablemente. siendo naturales, buenos, honestos, lo son desde los usos y las costumbres de nuestro país, es decir, o eso nos quiere demostrar Jardiel Poncela, son unos mangantes, unos nuevos Lazarillos. Todos ellos buscan en la justicia poética, en el yo me lo merezco más que el otro, una justificación para pasar por encima de quién sea, o para pagar un café menos en el bar, o para  un concepto más a su factura, para apuntar dos en vez de uno en la cuenta del colmado, para...

viernes, 20 de mayo de 2011

Vladímir Nabókov: Habla, Memoria (1967)

Conocía su nombre y nada más, pero por alguna razón me caía simpático. No vi, creo una entrevista, creo que si acaso una imagen fue la fugaz de un hombre de sesenta años calvo y con tripón, pero el tipo me era cercano: Hay veces que la conjunción aleatoria de unas letras despierta una sensación no consciente de simpatía, otras de repulsión aunque no me venga ningún ejemplo a la cabeza, y el caso es que Nabókov, o Nabokóv como se dijo aquí en España toda la vida, era un buen tipo, el creador de un prototipo, de un mito contemporáneo, el de Lolita. Pero no lo conocí ni lo había leído, la idea fue siempre la mal recordada película de Stanley Kubrick de 1962, y la mala película de Adrian Lyne, con Jeremy Irons intentando repetir con un dirección sin dirección los papeles de Herida o M. Butterfly (1988) con un maestro de ceremonias irregular que ha estado al frente de películas de éxito gracias a que supieron aprovechar modas o corrientes: Flashdance (1983), Nueve semanas y media (1986), Atracción fatal (1987), etc. Todas sus películas tienen ese halo de casposas que no le falta a Indecent Proposal (1993) que no le falta a su Lolita (1997), de la que Miguel Ruiz solo recuerda y de desternilla de risa y vergüenza ajena una imagen que yo no recuerdo más que por su descripción: Humbert Humbert está parado en mitad de la lluvia en su coche, o frena en mitad de esta porque una vaca cruza la carretera y sigue pasando la vaca, y la vaca vista desde los ojos del conductor mostrándonos la desazón, y la vaca. Puede que un recuerdo desfigurado por el tiempo pero la película, que ante tal crítica no busqué sini que encontré en la tele, no me rebatió. En la parte que yo vi no había vaca.
Y nuestra relación siguió con la pereza de leer hasta que ha caido en mis manos este Habla, Memoria, que se tituló primero Pruebas concluyentes, y pudo titularse Speak, Mnemosyne, y que no se títuló The Anthimion porque no le gustó a nadie, como el sombrero del argentino de Amanece que no es poco.
Qué me ha gustado de esta novela o memorias o como quieras llamarlo del que he salido convertido en amigo de verdad de Nabókov, como con esos tipos con los que simpatizas pero con los que no te has sentado ha hablar hasta el día en se convierte en tu amigo.
Y me han gustado muchas cosas de este amigo en tanto diferente a mí. Sobre todo la manera de decir las cosas sabiendo que las cosas si se quieren entender no necesitan de muchas explicaciones.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Antonio Muñoz Molina: El invierno en Lisboa (1987)

Casi quince días sin leer, escuchando programas de la radio y viendo alguna que otra película, pocas buenas. Caminando por la casa de un lado a otro o saliendo a dar una vuelta sin saber qué encontrar. Viendo a mi amigo en la tele los mediodías y dedicando el resto de la tarde a pensar en el conocimiento, a buscar en internet dudas que habían surgido de las preguntas del programa. Perdiendo el tiempo.
El tiempo es una cosa extraña que no se puede perder. Lo hablaba el otro día con Zazo mientras su niña de año y medio, Irene, nos escuchaba: tardé años en comprender por qué él, el pintor con más genio que he conocido, no pintaba, y es sencillamente porque él estaba dedicando su felicidad a otras cosas, era porque, en pocas palabras, no se lo pedía el cuerpo. José no estaba pendiendo el tiempo, estaba dedicándolo a otras cosas que eran importantes para él, dedicaba su ilusión a artes igual de efímeras: a pintar figuras de guerreros de centímetro y medio, a hacerles con barro una mochilla, un casco medieval, a los juegos de roll, al paintball, a charlar durante horas y a leer y a ver películas. Todos los trabajos son efímeros, tal vez tengo más presente esa fragilidad después de la breve historia de casi todo de Bill Bryson, pensar en este pequeño planeta en mitad de la nada, en estos trabajos de amor perdidos que son todas las cosas en las que empleamos nuestro tiempo sin tiempo.
Una de estas tardes perdidas, la dediqué a buscar información sobre una pequeña medusa de la que hablaron en el programa de mi amigo, un animal entre cuatro y cinco milímetros de diámetro llamado Turritopsis nutricula. Son, en potencia inmortales, si no se las come otro ser más grande o con más apetito junto a su ración de plancton, o si no muere por enfermedad. La Turritopsis nutricula, ese bicho minúsculo lleno de pequeños tentáculos que a penas son hilos y con un enorme estómago rojo en el centro de la campana superior, ha aprendido en su evolución inimaginable, a invertir el proceso de sus células para volver de su edad adulta al estado de pólipo. Y vuelta a empezar. Pienso en el tiempo, en que hasta cuando me aburro me lo paso bien, en todo lo qué podríamos hacer, aunque luego me pregunte para qué, si pudiéramos acumular los años de memoria, la comprensión de más cosas en un mismo cerebro que no se deteriora. Claro que mi medusa tendrá una leve memoria que no he averiguado si se pierde, o si acaso existe, en su rápido errar de la forma de pólipo a fórmula adulta que recorre si la temperatura del agua es propicia en veinticinco o treinta largos días. O el tiempo es tal vez sólo memoria.
Mi memoria, poco más eficiente que la de Turritopsis, me trae un libro del que Andrés Torijano habló con emoción hace veinte años, o diecinueve, tanto importa. Siempre pensé en una historia más bien poética que imaginé como el Poema de Ana que Izamid escribió en su segundo libro. Él pensó en titular esa nouvelle en verso Destierro en Lisboa luego por razones que desconozco, o puede que por eso, buscó un título menos novelesco, más blanco. Y así, más blanca, no negra desde luego, pensaba yo esta novela que me ha desconcertado como casi siempre que tengo una idea bien formada y siempre inventada de lo que voy a leer. 

domingo, 1 de mayo de 2011

Roland Barthes: El grado cero de la escritura (1953)

Qué librito curioso. Me levanto temprano en esta mañana de domingo. Casi no ha amanecido. voy releyendo las primeras páginas, subrayo alguna cosa que dejé para más adelante. Muchas ideas que me hacen pensar sobre el sentido real de la ilógica aventura de todos estos tipos. Escribir. Como el que hace ejercicio, como el que come mucha fruta, supongo que nunca empiezan preguntándose por qué sino atendiendo a una necesidad, a un impulso que aparece desde un lugar no real.
Pienso en la narración, en el valor del lenguaje literario. Cada época busca una novela que se acerque a su espíritu, o puede que sea al contrario, de acuerdo, concedamos que el autor busca la expresión futura, la palabra nueva que defina su tiempo. Lo cierto es que prefiero la primera opción, pensar que los escritores son lo que son, personas que buscan contar e intentan, con sus breves herramientas, trabajar ideas dibujadas con todas esas palabras en otro orden. Lo otro sería pensar en ellos como en visionarios, mediums o estafadores —¿no es lo mismo?— que ven o hablan de lo porvenir.
Mi corta experiencia como observador me hace creer más en obreros que construyen con lo que tienen y a los que el azar, algunas veces, les ayuda a encontrar ideas o a reunir palabras que antes nadie había unido.
El obrero Flaubert solo pudo unir sus páginas con el habla familiar, con sus estudios, con sus lecturas, con algunas manías. Evitando las palabras que ya estuvieran gastadas y haciendo cuerpo de una, dos si lo prefieren, obsesiones de juventud. Luego tomó esa vida para hacer materia literaria, luego viajó para seguir contando y, todo eso, y todo eso, sucedió con la suerte del escándalo de un libro y un uso particular de los tiempos verbales que le hizo sintonizar con su tiempo de la misma manera en que hubiera podido convertirse en el solterón solitario que en verdad era, un vecino que de no haber tenido éxito, fama, hubiera sido el viejo vecino solitario que al morir, el mismo día y de la misma forma que el otro, habría sido enterrado en el mismo sitio, o da igual, porque ese sería el desconocido, nadie habría sabido que hacer con todos esos papeles. Papel que se se humedece y que se pudre, o que se reparte entre los vecinos para hacer fuego: Salambó, Bouvard Y Pecuchet, La educación sentimental, Madame Bovary... quién sabe.
Con todo, mis opiniones sobre el azar y lo azaroso, el libro de Barthes aporta muchas ideas sobre la escritura: la funcionalidad de la literatura, los géneros y el lenguaje literario, el trabajo literario —habla de la flaubertización de la literatura, me gusta esa metáfora del trabajo solitario e inútil de los escritores—, y habla de la mediocridad, de la literatura del silencio, la búsqueda de la literatura neutra como punto sin enlace.
Echo en falta la universalidad en los ejemplos. No le hubiera costado tanto y restringirse a la literatura francesa dice poco del autor, empobrece ignorar a los vecinos de Alemania, en España, en Inglaterra. No es bueno para su libro la impresión arrogante de que todos los cambios literarios del siglo XX se dieron en Francia y solo en Francia como fundadora de la literatura moderna. Oh, vamos, Roland, me digo en una conversación de barra con el tipo, a lo que llamas la literatura francesa es una literatura de inmigrantes o de hijos de inmigrantes. Tal vez no sea cierto pero le torturo como se debe hacer entre amigos y cañas hablándole de Tristan Tzara, de Camus, ... ¿Y Dostoievski?, ese tampoco ha influido en nadie, ¿eh, Roland?   Tienes que ampliar para validad tu discurso, el chovinismo está demodé. Pero te perdono, Roland, porque vas a pagar la siguiente ronda, aunque me tengo que apañar con la parte por el todo de esa frase tuya: «Cada escritor que nace abre en sí el proceso de la literatura».
Paga y vamos a otro bar.

jueves, 28 de abril de 2011

W.G. Sebald: Vértigo (1990)

Tal vez hay autores que necesitan dos lecturas, o mañanas y tardes enteras de plena dedicación, porque el esfuerzo de entrar no es tan sencillo. Porque unos abren las puertas, otros tiran de ti y otros esperan a que llames. Tal vez esto está un poco mal traído, o es un poco torpe como idea, pero lo que quiero decir es que a veces encuentro cierto placer en la recompensa que es acceder a un autor difícil: otra palabra que puede significar cualquier cosa, porque nada es una cosa o la otra, tenemos cierta facilidad para cosas diferentes a los otros: montar en bicicleta, aprender a nadar. 
El Vértigo de Sebal, que según leí en algún sitio tiene un título más vasto en alemán donde Gefühle puede significar «mal de altura» o «afectividad», «sentimientos», abre sus páginas con una dificultad extraña, al menos para mi: no saber quién era Beyle. De hecho tuve que releer ahora ya con sentido pleno esa primera parte cuando por azar (creo que solo lo cita una vez en el libro) supe que Henry Beyle había tomado al principio de su carrera literaria el extraño nombre de Stendhal. 
La guerra y el hombre que mira atónito su forma. Recuerdo a Celine cuando el joven Ferdiand sigue al regimiento que entre el ajetreo marcha por París:
¡No seas gilipollas, Ferdinand!
Muchas veces, casi todas, las cosas que hacemos sin querer, sin pensar mucho en ello, se convierten en nuestros mayores errores. Y si salimos de ellos se transforman en obstáculos que nos enseñaron a seguir. Y si  salimos de ellas, de las cosas, sin comprender su profundo sentido, se convierten en obstáculos de nuestra memoria que ya no podemos sortear.
El otro día estuve pensando en todo esto. Aunque decir el otro día es decir nada: el tiempo, ordenado en libros, sin otra actividad más que sus pausas, traducidas en la horrible tele y algún paseo por mi terraza, se estratifica creando una masa de pasado informe. El futuro está ahí delante, y si al menos pudiera saber cómo va a ser todo sería más fácil. Los estratos mezclan tiempo, lectura, noches sin ruido, café.
Esa idea, la de alcanzar el futuro de una u otra manera, me ha rondado varios días, pero sobre todo desde que un buen amigo mio fue a un concurso de la tele y esa idea abstracta se ha convertido en una sensación, casi física aunque todas las sensaciones lo sean. Mi amigo, un escritor con un solo libro publicado y sin trabajo, fue a un concurso de la tele, un programa de cultura general, un dodo en la televisión de este país que se regocija de la ignorancia y del disfrute paupérrimo. Si supieran lo que significa el goce intelectual, el placer físico que puede suponer el encuentro con el conocimiento... Pues mi buen amigo fue a un famoso concurso de preguntas, un programa en el que los concursantes en su gran mayoría suelen perder en el tercer o el cuarto programa.
Yo había recibido una llamada suya que no vi a tiempo unos días atrás y cuando le devolví la llamada su móvil estaba apagado o fuera de cobertura, como rezan esas lentas voces que te explican la situación esperando que con esas frases los segundos de tu factura de teléfono aumente silenciosamente. Luego me olvidé.
Tres o cuatro días después me llamó de noche para contarme que estaba concursando en el programa. me contó que llevaba grabados más de diez programas y pese a que yo sabía que esas cosas no se hacen en directo tampoco me imaginé que grabaran ocho programas cada día. estaba emocionado, mi amigo había conseguido algo que siempre me pareció imposible y además conocía las entrañas de algo que para mi era imposible de alcanzar: conocer la mecánica del directo, conocer al simpático presentador, ese tipo de curiosidades sin sentido que pese a la falta de peso específico te interesa saber.
Sus programas no se habían emitido todavía como yo ya sabía, porque en realidad es el único programa que no me avergüenza ver en España. El día que me llamó estaba ya concursando y entre dos de los programas me llamó para preguntarme sobre Banski. Yo era el único que sabía bastante sobre Banski, me dijo. Pero yo no sabía del concurso y no pude darle la importancia, cuando le llamé había vuelto al estudio a grabar otro y su intuición dio una pista que ayudó a los otros concursantes: ya no me iba a despegar más del teléfono.
Además dentro de poco empezarían a emitir aquellos en los que él participaba. le pregunté cosas de otros concursantes que ya me eran familiares y que se alojaban en su mismo hotel, me contó cómo estaba disfrutando y mi curiosidad le preguntó qué tal les iría a los otros concursantes. Le preguntaba, al fin y al cabo, por el futuro, pero por un futuro con respuestas ciertas y vitrificables con el paso del tiempo. Con el paso de los días fui viendo esos episodios con otra serenidad, sabía que algunas respuestas erróneas llevarían a que unos fallasen y mi amigo por fin apareciera en pantalla.

[...]
Pienso en mi terraza y viene la imagen de la casa, de un pintor, que vi en algún sitio. Una casa museo con sus muebles del XVIII o el XIX, sus salas y un patio trasero con hierba y dos bancos, a la derecha del acceso una escalera llevaba a su estudio, un sitio con aire y sin demasiadas distracciones que concentre el pensamiento. Los horizontes dispersan la idea, consiguen que se escape. Mi terraza no tiene nada que ver con aquel sitio que me empeño en ubicar en Budapest pese a que mi memoria no trae ni el nombre del pintor o su mujer, no las pinturas ni la parte exterior del edificio: solo el jardín donde deseé echar una cabezada, un estudio de techo alto, alguna sala. Es extraño como la memoria ordena las cosas, relaciona desorden, ideas traídas por placer, por el placer de pensar en un lugar verde frente a mi breve terraza. 


viernes, 22 de abril de 2011

W.G. Sebald: Austerlitz (2001)

No sé que sucede a veces con algunos autores. Me desorienta la crítica que no refleja lo que yo he encontrado en los libros. Así internet, ese bombo aleatorio de loterías, relaciona a Sebal con Coetzee y con Bolaño. Me gusta Bolaño con ese sentimiento de insatisfacción que se pronuncia más en J.M. y más aún en W.G.
Austerlitz me desconcierta de mala manera, de esa manera mala que te hace sospechar que a veces los lectores, netamente cultos u ociosos, magnifican a ciertos autores en pos de una épica, de la creación de una épica a partir de la muerte trágica, de la obra truncada. Pienso en Lorca aunque esto me exponga a un apedreo público, pero al menos pienso.
Hace años, una noche fría en la que no pudimos encontrar al resto de los amigos le planteé este dilema a José Luis Puerto, un dilema que para mí no lo era, pero que planeaba sobre el tabú que es, todavía hoy, decir lo que opinas de ciertas vacas sagradas de la literatura. Hay un Lorca que me gusta, pero no los otros, y Puerto, una vez que dimos por perdidos al resto y nos metimos en un bar a tomar algo, me tranquilizó. Él también había pensado eso durante algún tiempo, no recuerdo si mucho o poco, pero me vino a decir que en toda literatura deben de coincidir los tiempos de autor y lector: en el último año había vuelto a leer a Lorca y se habían revelado para él elementos que hacían de Federico García un autor imprescindible. Me habló de ideas concretas que no recuerdo pero que no me hicieron volver a su poesía.
La conversación había empezado con Luis Cernuda. Cernuda es único y su peso está por encima de las corrientes políticas y de las vindicaciones de moda. Y ese es mi punto inicial: hay obras contundentes y que no generan dudas y hay otras que los lectores se esfuerzan en defender. Yo defiendo mi vuelta a Vila-Matas aunque haya una falta en cada libro, una falta que tal vez invento yo, pero no invento un mecanismo que recrée una secreta armazón sobre lo que es falta humana. O tal vez eso es la novela contemporánea: no el mecanismo de relojería del Ulysses, sino el impulso natural de narrar por encima de toda perfección y contra el tiempo.
Así de complejos, nosotros con nuestras opiniones desordenadas. Defender lo que digo que no debe defenderse. Poner en valor lo que digo que debe tener peso propio. Escribir es ponderar y leer es ponderar. Lo es para mí, pienso. Leer es un instinto y es intelectualizar ese pensamiento.
Y a pesar de toda divagación hay algo real, tangible pienso, en la buena literatura, algo vertebral que va tomando forma en Austerlitz a partir de la mitad del libro, un poco antes de ese meridiano, que he leído en este puente lleno de lluvia, estos días en que todo el mundo ha corrido hacia algún sitio para huir no sabían de qué, de todo menos de la lluvia.
Austerlitz toma cuerpo en la historia de su protagonista cuando se hace sombra, cuando Sebald forma un paraguas con sus manos para que podamos ver en  mitad del brillo de los días la historia particular de tantos, el repaso por la tragedia del siglo XX. Que lo haga desde el hombre que cuenta a otro hombre cosas que ha visto y que le han contado y que ha leído, y que a su vez este último, parcial, perezoso para la imaginación, nos cuente a nosotros ese encuentro de errores, esa búsqueda de la nada que es la desaparición, hace que el relato deslavazado —perdón— de Los anillos de Saturno tomo cuerpo, se forme y crezca como una música: sin mucho sentido y sabiendo que la partitura puede girar en cualquier punto hacia lo desconocido pero marcando su camino con cada nota hasta hacerlas imprescindibles y lógicas.
Supongo que Sebald se ha ganado una posteridad con esta obra, una posteridad que carece de sentido para el que ha muerto. Que la ha ganado porque esta obra, a partir de los apuntes de Los anillos marca una línea entre el compromiso y el asueto: me explico. La vida no es tan importante ni tan grave, y esos personajes que pierden su vida en estudiar la historia del comercio de la seda la pierden igual que los que buscan la tragedia y el dato de la Historia, al fin y al cabo ese es el hombre, camino de nada hacia la nada, y esa sensación llena de vértigo da calor, reconforta, en la lectura de Austerlitz

viernes, 15 de abril de 2011

Bogdan Bogdanović: La ciudad y la muerte.

Con una traducción extraña de Aleksandar Ivančić y Eva Santan la ciudad de la muerte me interesó ante todo por el aspecto exterior del libro, una edición de Mudito&Co., una editorial barcelonesa, y por los dibujos rápidos de su interior. No sabía qué iba a encontrarme y encontré un libro libro que se anunciaba lleno de ideas y que me defraudó al no encontrarlas más adelante. 
Tal vez fuera eso: digamos que un exceso de elipsis, trozos de cosas tomados de aquí de allá, conceptos repetidos y en los que no se profundiza, charla sin buscar profundidad. Y detrás: que el libro me sigue gustando como objeto, sus guardas negras, los pegados de imagen sin buscar mucha justificación, la letra pequeñísima sin interlínea ni interletrado agolpada hasta el vértice de la última página que por el otro lado es ya guarda llena de negro parecen las ciudades y sus límites: el mar o la ciudad nueva o el acantilado.
He leído a saltos y algunos ya deprisa a la vista de la fecha de entrega en la biblioteca, que ya me iba a penalizar al menos con un mes sin poder sacar libros, leí contabilizando la demora que ya llevaba y en la cara agria y la halitosis del bibliotecario. Nietzsche decía que la dispepsia agría el carácter, y por esa cita le perdono yo al tipo la mala leche cuando veo que todos le devuelven los libros alejados del mostrador: invento que sufre en silencio una acidez estomacal insoportable, que a penas tiene cuarenta años y ese olor le ha impedido acercarse a mujer alguna y por eso habla con desprecio a todas sus compañera y por esa soledad que limita el horizonte de su ciudad a la sala de devolución de la biblioteca pública se cree el príncipe y déspota de ese reino. Es un tirano en toda regla, pero un tirano de pacotilla que como todo tirado da cierta pena en su soledad. Me torturará cuando devuelva el libro con una expresión grosera o con una fecha de desprecio que marca mi condena a no poder sacar libros, me lanzará desde el borde de su estómago esa materia en descomposición que es la úlcera.
O tal vez tenga suerte y esté la chica agradable y cansada que suele sentarse a su lado. En los límites extremos de la ciudad, su aire viciado. Pienso en Ciudad de México un día en que volvía, no recuerdo desde dónde. Empezaba a anochecer. El valle estaba iluminado por sus luces y, sobre ella, se veía claramente una gran nube negra, un tapón de humos que cubría la ciudad. Tenía sus límites nítidos, su frontera. Alguien dijo:
—Ahí dentro vivimos nosotros.
Y el coche siguió adelante, la larga carretera. 

martes, 12 de abril de 2011

W.G. Sebald: Los anillos de Saturno (1995)

Supongo que ese título habla de los fragmentos de restos de otras cosas que forman a lo nuevo: un libro, la forma de Saturno, nosotros mismos. No conocía a Sebal y fue Raúl Aragoneses quien me dijo que tenía que leerlo. No me dio explicaciones. Así que busqué primero este título que me sonaba, un libro creado de fragmentos que no busca transmitir una ilusión de continuidad, una forma compacta como los anillos del planeta.
Aunque tal vez hay algo de exceso de expectativas en mi mala lectura, no he leído bien, o buscaba lo que no está mientras avanzaba. Sólo me interesó el primer capítulo, y me entusiasmó el noveno porque hablaba de ti, como casi todo. O también porque pensé que el libro comenzaba a tomar una forma hacia el final: esperaba el crescendo a partir de la historia desconocida del joven Chateaubriand, esperaba la historia que me llevara a las Memorias de ultratumba.
No sé, buscaba continuamente un hilo fuerte, un cuerpo sutil que vertebrara el todo. Al tiempo me interesaba lo que dice, esa forma de caos que imita a la realidad y que es la nueva novela. Claro que puede que eso no signifique nada: la nueva novela.
Pienso en ese hilo fuerte, que mientras tanto, entre lecturas, sigo «atado a ti por ese hilo tan fino de mi imaginación» del que habla Izamid. Las historia está detrás de las cartas de Flaubert, detrás de las memorias de Chateaubriand, detrás de las páginas amarillas. Está el ambiente de la novela, este sentimiento extranjero, esas cosas. Esos anillos se mantienen suspendidos por fuerzas invisibles: tú, que no existes, el hilo argumental del personaje, la historia de mi amigo Raúl y cómo llegó a este libro.
Se lo recomendó un librero de Madrid llamado Mariano Mingot. El tipo ha muerto hace un año de un cáncer que atravesó su vida como un relámpago y del que no le habló a nadie. Mingot había conocido a Seval porque como la hija del librero había muerto en un accidente de tráfico.
Me distraigo: él, la hija, Sebal, puede que tú, habéis desaparecido. Qué sucederá cuando hayamos desaparecido todos (me refiero a todos), con todos estos libros, los edificios, las palabras dichas durante una partida de naipes, todo.
Los fragmentos se esparcirán, no servirá de nada esta obsesión de dar nombre a las cosas, de firmar cada fragmento, de nada sirve siquiera, ahora que todo indica que de momento no hemos desaparecido, saber quién dijo cada palabra, saber qué nombre hay detrás de las palabras que Mingot escribió en la primera página de Los anillos de Saturno que le regaló a mi amigo:
Cómo hablar de la fatalidad y de la nuestra en especial, sino como de algo en común.  
Entre paréntesis indicó el posible autor con una inicial y un apellido: D. Justice. Me dice esto y mientras me habla de que no ha encontrado en internet nada que se le parezca pienso, primero, que no me parece que sea un nombre. Suena más a un seudónimo, porque lo primero que mi cabeza dicta es la locución latina De iure, por derecho propio. Pero no sé, y no encuentro, esta idea o traducciones similares en la red. Releo la frase: la fatalidad, la nuestra en especial, algo común.
Ordenamos el vacío con nuestra imaginación mentirosa y sólo puedo pensar en la fatalidad de la muerte de los seres queridos. Sin ninguna certeza invento que Mingot habla de la hija, de Sebald, pero habla también de el resto de la vida, de la afiliación al partido anarquista, de la cárcel franquista que interrumpió su carrera de medicina, de la condena en Caravanchel... La fatalidad. Pienso en otras posibles traducciones que me ayuden a encontrar la cita, luego vuelvo a llamar a Raúl, sin decírselo todavía apunta a lo que estoy pensando, un seudónimo. Los dos estamos en la idea de que se trate de un juego en el que esconderse de sí mismo.
Pero nada te esconde de ti mismo como la muerte. Mingot desaparece y pienso que la vida sí es como el final de este libro, puede que tengas muchas más cosas que contar, pero termina porque nen algún sitio que nunca elegimos hay que terminar. 

viernes, 8 de abril de 2011

Juan Carlos Onetti: El pozo (1939)

Fue El astillero el libro que me hizo empezar estas anotaciones en papel. Un poco así: como cuaderno de bitácora que fije los días y las acciones, que obligue a una memoria, o a no olvidar.
Olvidar es bueno y es peligroso. O como casi todo y para caer en el tópico es bueno y es malo. Olvidar es malo cuando uno quisiera recordar cada momento, cada línea de algo que para él tuvo importancia sobre el pasado. Recordar es malo cuando pienso en esos momentos de luz vista más tarde, luz que uno quiere aclarar en el re cuerdo hasta el sueño que lo revive, valida para siempre. Porque el sueño es maldición y la desmemoria es bendición. Olvidar es bueno porque no pesa lo irrecuperable. Olvidar es malo, dejamos de ser si es que fuimos algo, la memoria borrada es un suelo tosco, una materia no real sobre la que pisar. 
Por eso comencé a notar mis lecturas, para que los días no se disuelvan entre comida, cena y sueño. Por eso prefiero, creo, seguir así a salir a buscarla, porque la memoria es frágil, quiero decir cobarde.
Y fue Juan Carlos Onetti, esa vaciedad --digo la palabra como si la inventara-- esa vaciedad de unos personajes que vuelven como yo de la nada, que llenan sus días de nada, de ausencia convertida u ordenada como objeto. Rellenan y completan informes inservibles.
Tal vez eso nos dice Onetti: que todo es inservible, que Ocnos trenza los juncos con que se alimenta su asno para llenar el tiempo puro. Yo estoy aquí ahora, viviendo la aventura de mis juncos inservibles. Otros corren en las carreras de coches, otros investigan células cancerígenas, otros escalan montañas o descubren las propiedades de una nueva droga, de otro paraíso artificial. Así pasa el tiempo.
La duda nuestra, la del hombre inuti y contemporáneo, no está en cual de esas formas elegir: el astronauta o el agricultor. La duda es cuál de los tu mismos, de tus caminos cuál.
El protagonista de este pozo, un ensayo primero que será parte de otros hombres sobre la nada que serán más complejos, más nada, lo sabe todo desde su cuarto, desde su pieza cerrada que a su vez cabaña o celda. Ahí encerrdos están todos los que son él: el muchacho y la bestia. Una historia que va creciendo en los personajes de su recuerdo, las mujeres por las que no se interesó más que como una parte de lo que él es.
Y está aquí, ya, aquello dice Vargas Llosa y que yo no había sabido enunciar por mí mismo, esa busqueda de Onetti por recrear la realidad en vez del sueño, como si él, sus personajes, nosotros, viviéramos del lado del sueño y buscáramos recuperar o interpretar la realidad. o como si la realidad fuera falsa y fuera necesario interpretarnos, como cuando este Eladio Linacero despierta a Cecilia para que sea la imagen que él recuerda de ella:
Entonces tuve aquella idea idiota como una obsesión. La desperté, le dije que tenía que vestirse de blanco y acompañarme. Había una esperanza, una posibilidad de tender redes y atrapar el pasado y la Ceci de entonces. Yo no podía explicarle nada; era necesario que ella fuera sin plan, no sabiendo para qué. Tampoco podía perder tiempo, la hora del milagro era aquella, en seguida. Todo esto era demasiado extraño y yo debía tener cara de loco. Se asustó y fuimos. Varias veces subió la calle y vino hacia mí con el vestido blanco donde el viento golpeaba haciéndola inclinarse. Pero allá arriba, en la calle empinada, su paso era distinto, reposado y cauteloso, y la cara que acercaba al atravesar la rambla debajo del farol era seria y amarga. No había nada que hacer y nos volvimos.
Como el Pollock de la película que interpreta Ed Harris, que vuelve borracho a la casa y sube la escalera gritando, escupiendo «Fuck Piccaso», un canto o como una oración o un mantra que otros han repetido con Joyce. Esa imposibilidad o esa súplica por superar al maestro, por realizar algo nuevo, por encontrar una brecha, un subrepticio, este fragmento mismo que forma una obra desarrollándose en Un sueño realizado y luego en todo lo otro. «Qué cabrón Onetti», eso se lo he oído yo a muy buenos amigo. Porque hay algo en su música, que no está en otro sitio.
Aquí, inicio, hay algo puro, abierto, más cándido o menos cansado que en otras novelas. Puede ser en la propia fuerza del que escribe, de quien se enfrenta a lo que es por primera vez a través de una novela. No es Canadá y no es Santa María. Una novela es un hombre no un sitio. 

miércoles, 6 de abril de 2011

Horacio Castellanos Moya: El asco (1997)

Tal vez cierta necesidad de volver a la narrativa hispánica. El asco es una novela pequeña. Una novela rápida, una breve lección sobre la velocidad, una velocidad impecable.
No sé cómo llegue a Horacio Castellanos , de verdad que no lo sé: ni lo he encontrado en la biblioteca por azar ni en una librería ni en la casa de un amigo. Qué curiosidad las estanterías de los libros. Tal vez alguna relación o algún comentario en la prensa cultural, pero ha llegado o yo he llegado al autor.
El texto, incómodo como un título, lo es en la voz narrativa, una actitud muy definida marcada por la voz, la de Vega. Vega que es, a la vez, Thomas Bernhard. Pero de eso hablaré luego. La voz que le cuenta a Moya por qué está allí, de vuelta a San Salvador para el entierro de su madre, deseando volver a Montreal, no haber salido de Canadá nunca. Esa voz relata sus recuerdos, sus odios, con un rencor como todo rencor, sin sentido, un asco que no oculta razones secretas.
Mientras repasa la historia de su viaje, de su estancia, pasa por la historia del país, su familia, las costumbres: la música, la cerveza, la plata, la posición social, por la literatura y la cultura de su país, por la educación religiosa.
Vega ha sido estafado, como yo, por los hermanos Maristas. En el fondo me divierte ese párrafo a través del que me siento hermanado por una educación deficiente en la que se supone que es una institución de excelencia, un hueco para la cultura que es solo, o lo lo fue en mi tiempo, hueco para el dinero. Pobres y seguramente mal pagados profesores que me hicieron odiar cosas tan naturales como los libros, las matemáticas, la historia... Puedo seguir, pero prefiero el párrafo que Castellanos Moya le dedica en las primeras páginas:
Nosotros somos la excepción, nadie puede mantener su lucidez después de haber estudiado once años con los hermanos maristas, nadie puede convertirse en una persona mínimamente pensante después de estar bajo la educación de los hermanos maristas, haber estudiado con los hermanos maristas es lo peor que me pudo haber sucedido en la vida, Moya.
Pero Vega se siente estafado por muchas cosas más. También por las promesas, por los políticos, por los militares, por la guerrilla, por los comerciantes por la televisión, por el bienestar.
Moya escucha en silencio para luego poder contarnos lo que le dijo Vega. Ese juego es la clave, lo que impulsa con fuerza la narración, lo que da la velocidad. Porque el narrador no narra, no habla, no es omnisciente, solo guarda silencio y acompaña al protagonista en silencio.
Un silencio en la novela en el que no surte sobre mi lectura el concierto número uno de Tchaikovski que imposiblemente el dueño del bar pone en esas horas sin gente para el protagonista de la novela. No suena en mi cabeza pero si en la de Vega que nos habla de la madre, de la casa en herencia, del negocio de llaves del hermano o del desapego. Y todo va pasando casi sin tiempo para percibir la puntuación. Puntuar es respirar, es jugar una partida de inteligencia, es dar voz, tiempo, carácter. Ahí, cuando uno lo comprende, es el momento de parar y saltar atrás. Pero, saltar atrás y ver que lo que esperabas iba a ser una sucesión de comas sin fin, lo es, pero fuciona de otra manera: frases muy largar, puntos abruptos naturales en la conversación, en las pausas del pensamiento, párrafos infinitos que transmiten, o a mí al menos me la transmiten, sensación de acumulación, de agobio ante el tropel de objetos y objeciones molestas que El asco nos muestra hasta el borde ultimo de la historia, cuando aparece Thomas Bernhard para sorprendernos.
Estaba desde el subtítulo de la novela, pero a penas le prestamos atención. Edgardo Vega ha tomado su nombre de un escritor austriaco al que admira. Eso dice, y ahí, como al final de Madame Bobary, empieza una novela: quién es Bernhard, qué significa para Vega. 

martes, 5 de abril de 2011

Katherine Neville: El ocho (1988)

Otro de esos libros aburridos, muertos en las estanterías de la casa que alguien una vez hace muchos años te indicó con un gesto de la cara algo que pudiste interpretar como: interesante, perece la pena, curioso de leer. Una mala interpretación o lectura para otro tiempo y otra gente.
Los seis capítulos que he leído si transmiten un peso, pero todo se hace vago o se diluye, puede, en el exceso de  temas: un reflejo del medievo que empieza a cansarme, las grandes corporaciones del XX, la KGB y sus micrófonillos, el ajedrez, la quiromancia y la Guerra Fría, las sociedades ocultas...
Demasiado libro entre otros muchos que ya he leído. El péndulo de Foucault, editado el mismo año que este, tiene otro peso, humor, modernidad en vez de modelnidad como decía Pepe Hierro.
Demasiadas cosas para mí y demasiada literatura de peso por leer y disfrutar, no sé si hay algo al final de todo esto pero hay otros libros con lo que seguir buscándote y siempre poco tiempo.