miércoles, 6 de abril de 2011

Horacio Castellanos Moya: El asco (1997)

Tal vez cierta necesidad de volver a la narrativa hispánica. El asco es una novela pequeña. Una novela rápida, una breve lección sobre la velocidad, una velocidad impecable.
No sé cómo llegue a Horacio Castellanos , de verdad que no lo sé: ni lo he encontrado en la biblioteca por azar ni en una librería ni en la casa de un amigo. Qué curiosidad las estanterías de los libros. Tal vez alguna relación o algún comentario en la prensa cultural, pero ha llegado o yo he llegado al autor.
El texto, incómodo como un título, lo es en la voz narrativa, una actitud muy definida marcada por la voz, la de Vega. Vega que es, a la vez, Thomas Bernhard. Pero de eso hablaré luego. La voz que le cuenta a Moya por qué está allí, de vuelta a San Salvador para el entierro de su madre, deseando volver a Montreal, no haber salido de Canadá nunca. Esa voz relata sus recuerdos, sus odios, con un rencor como todo rencor, sin sentido, un asco que no oculta razones secretas.
Mientras repasa la historia de su viaje, de su estancia, pasa por la historia del país, su familia, las costumbres: la música, la cerveza, la plata, la posición social, por la literatura y la cultura de su país, por la educación religiosa.
Vega ha sido estafado, como yo, por los hermanos Maristas. En el fondo me divierte ese párrafo a través del que me siento hermanado por una educación deficiente en la que se supone que es una institución de excelencia, un hueco para la cultura que es solo, o lo lo fue en mi tiempo, hueco para el dinero. Pobres y seguramente mal pagados profesores que me hicieron odiar cosas tan naturales como los libros, las matemáticas, la historia... Puedo seguir, pero prefiero el párrafo que Castellanos Moya le dedica en las primeras páginas:
Nosotros somos la excepción, nadie puede mantener su lucidez después de haber estudiado once años con los hermanos maristas, nadie puede convertirse en una persona mínimamente pensante después de estar bajo la educación de los hermanos maristas, haber estudiado con los hermanos maristas es lo peor que me pudo haber sucedido en la vida, Moya.
Pero Vega se siente estafado por muchas cosas más. También por las promesas, por los políticos, por los militares, por la guerrilla, por los comerciantes por la televisión, por el bienestar.
Moya escucha en silencio para luego poder contarnos lo que le dijo Vega. Ese juego es la clave, lo que impulsa con fuerza la narración, lo que da la velocidad. Porque el narrador no narra, no habla, no es omnisciente, solo guarda silencio y acompaña al protagonista en silencio.
Un silencio en la novela en el que no surte sobre mi lectura el concierto número uno de Tchaikovski que imposiblemente el dueño del bar pone en esas horas sin gente para el protagonista de la novela. No suena en mi cabeza pero si en la de Vega que nos habla de la madre, de la casa en herencia, del negocio de llaves del hermano o del desapego. Y todo va pasando casi sin tiempo para percibir la puntuación. Puntuar es respirar, es jugar una partida de inteligencia, es dar voz, tiempo, carácter. Ahí, cuando uno lo comprende, es el momento de parar y saltar atrás. Pero, saltar atrás y ver que lo que esperabas iba a ser una sucesión de comas sin fin, lo es, pero fuciona de otra manera: frases muy largar, puntos abruptos naturales en la conversación, en las pausas del pensamiento, párrafos infinitos que transmiten, o a mí al menos me la transmiten, sensación de acumulación, de agobio ante el tropel de objetos y objeciones molestas que El asco nos muestra hasta el borde ultimo de la historia, cuando aparece Thomas Bernhard para sorprendernos.
Estaba desde el subtítulo de la novela, pero a penas le prestamos atención. Edgardo Vega ha tomado su nombre de un escritor austriaco al que admira. Eso dice, y ahí, como al final de Madame Bobary, empieza una novela: quién es Bernhard, qué significa para Vega. 

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