jueves, 28 de abril de 2011

W.G. Sebald: Vértigo (1990)

Tal vez hay autores que necesitan dos lecturas, o mañanas y tardes enteras de plena dedicación, porque el esfuerzo de entrar no es tan sencillo. Porque unos abren las puertas, otros tiran de ti y otros esperan a que llames. Tal vez esto está un poco mal traído, o es un poco torpe como idea, pero lo que quiero decir es que a veces encuentro cierto placer en la recompensa que es acceder a un autor difícil: otra palabra que puede significar cualquier cosa, porque nada es una cosa o la otra, tenemos cierta facilidad para cosas diferentes a los otros: montar en bicicleta, aprender a nadar. 
El Vértigo de Sebal, que según leí en algún sitio tiene un título más vasto en alemán donde Gefühle puede significar «mal de altura» o «afectividad», «sentimientos», abre sus páginas con una dificultad extraña, al menos para mi: no saber quién era Beyle. De hecho tuve que releer ahora ya con sentido pleno esa primera parte cuando por azar (creo que solo lo cita una vez en el libro) supe que Henry Beyle había tomado al principio de su carrera literaria el extraño nombre de Stendhal. 
La guerra y el hombre que mira atónito su forma. Recuerdo a Celine cuando el joven Ferdiand sigue al regimiento que entre el ajetreo marcha por París:
¡No seas gilipollas, Ferdinand!
Muchas veces, casi todas, las cosas que hacemos sin querer, sin pensar mucho en ello, se convierten en nuestros mayores errores. Y si salimos de ellos se transforman en obstáculos que nos enseñaron a seguir. Y si  salimos de ellas, de las cosas, sin comprender su profundo sentido, se convierten en obstáculos de nuestra memoria que ya no podemos sortear.
El otro día estuve pensando en todo esto. Aunque decir el otro día es decir nada: el tiempo, ordenado en libros, sin otra actividad más que sus pausas, traducidas en la horrible tele y algún paseo por mi terraza, se estratifica creando una masa de pasado informe. El futuro está ahí delante, y si al menos pudiera saber cómo va a ser todo sería más fácil. Los estratos mezclan tiempo, lectura, noches sin ruido, café.
Esa idea, la de alcanzar el futuro de una u otra manera, me ha rondado varios días, pero sobre todo desde que un buen amigo mio fue a un concurso de la tele y esa idea abstracta se ha convertido en una sensación, casi física aunque todas las sensaciones lo sean. Mi amigo, un escritor con un solo libro publicado y sin trabajo, fue a un concurso de la tele, un programa de cultura general, un dodo en la televisión de este país que se regocija de la ignorancia y del disfrute paupérrimo. Si supieran lo que significa el goce intelectual, el placer físico que puede suponer el encuentro con el conocimiento... Pues mi buen amigo fue a un famoso concurso de preguntas, un programa en el que los concursantes en su gran mayoría suelen perder en el tercer o el cuarto programa.
Yo había recibido una llamada suya que no vi a tiempo unos días atrás y cuando le devolví la llamada su móvil estaba apagado o fuera de cobertura, como rezan esas lentas voces que te explican la situación esperando que con esas frases los segundos de tu factura de teléfono aumente silenciosamente. Luego me olvidé.
Tres o cuatro días después me llamó de noche para contarme que estaba concursando en el programa. me contó que llevaba grabados más de diez programas y pese a que yo sabía que esas cosas no se hacen en directo tampoco me imaginé que grabaran ocho programas cada día. estaba emocionado, mi amigo había conseguido algo que siempre me pareció imposible y además conocía las entrañas de algo que para mi era imposible de alcanzar: conocer la mecánica del directo, conocer al simpático presentador, ese tipo de curiosidades sin sentido que pese a la falta de peso específico te interesa saber.
Sus programas no se habían emitido todavía como yo ya sabía, porque en realidad es el único programa que no me avergüenza ver en España. El día que me llamó estaba ya concursando y entre dos de los programas me llamó para preguntarme sobre Banski. Yo era el único que sabía bastante sobre Banski, me dijo. Pero yo no sabía del concurso y no pude darle la importancia, cuando le llamé había vuelto al estudio a grabar otro y su intuición dio una pista que ayudó a los otros concursantes: ya no me iba a despegar más del teléfono.
Además dentro de poco empezarían a emitir aquellos en los que él participaba. le pregunté cosas de otros concursantes que ya me eran familiares y que se alojaban en su mismo hotel, me contó cómo estaba disfrutando y mi curiosidad le preguntó qué tal les iría a los otros concursantes. Le preguntaba, al fin y al cabo, por el futuro, pero por un futuro con respuestas ciertas y vitrificables con el paso del tiempo. Con el paso de los días fui viendo esos episodios con otra serenidad, sabía que algunas respuestas erróneas llevarían a que unos fallasen y mi amigo por fin apareciera en pantalla.

[...]
Pienso en mi terraza y viene la imagen de la casa, de un pintor, que vi en algún sitio. Una casa museo con sus muebles del XVIII o el XIX, sus salas y un patio trasero con hierba y dos bancos, a la derecha del acceso una escalera llevaba a su estudio, un sitio con aire y sin demasiadas distracciones que concentre el pensamiento. Los horizontes dispersan la idea, consiguen que se escape. Mi terraza no tiene nada que ver con aquel sitio que me empeño en ubicar en Budapest pese a que mi memoria no trae ni el nombre del pintor o su mujer, no las pinturas ni la parte exterior del edificio: solo el jardín donde deseé echar una cabezada, un estudio de techo alto, alguna sala. Es extraño como la memoria ordena las cosas, relaciona desorden, ideas traídas por placer, por el placer de pensar en un lugar verde frente a mi breve terraza. 


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