Cristina me ha regalado este librito. Como buen amigo no buscó ni esperó fechas singulares, me lo regaló porque creía que debía tenerlo. Secretamente creo que lo hizo para salvarme de la frustración que empezaba a suponer no poder avanzar más con En busca del tiempo perdido, pero bueno.
Este libro que en inglés de titula William Shakespeare: The World as Stage, es una sorpresa, te mantiene atado a la curiosidad de saber, de buscar más acerca de alguien por quien tampoco nunca tuviste una curiosidad especial. Es un libro para avezados lectores y para lectores no interesados en mucho por lo que hay en los libros. Y creo que es así por culpa del propio Bryson, de quién es la culpa de los libros si no de sus autores, de quién la del estilo, la del tono. El de Bill Bryson es cercano, es amigo y curioso, se acerca a la erudición desde la sorpresa del que encuentra los conocimientos en una caja mientras buscaba otra cosa: una foto muy antigua, una ropa de ella, un disco que ya no está de este lado.
Empatizar con el autor, sentir su simpatía, su amistad. Creer lo que te dice porque sabes que sabe que de nada le serviría mentirte o mentirse. Esto parece no venir a cuento de nada, pero tiene que ver: este Shakespeare habla de la búsqueda de la verdad, de la indagación en los pocos hechos verificables, y así ciertos, sobre la vida del de Stratford.
Este libro te devuelve al Londres de 1600, te lleva al reconstruido teatro del Glove, en el Bankside, a los bocetos de Swan que se perdieron como casi todo, luego una copia del boceto de Witt en una libreta que permanece en Utrech tres siglos, y luego te lleva al West End, te enseña a pasear por la peste y las hambrunas en una ciudad en crecimiento, por los espacios cubiertos a la lluvia en los alrededores de Saint Paul. Ahí ves la catedral desde el Modern Tate, comprendes las afueras, Kensington, las Dock Lands, la ciudad que a penas intuiste y la que has inventado junto a la Historia borrada en capas y capas de empedrado y asfalto. Aprendes a pasear por el autor y por su rastro, los libros, la imaginación de hallar en una librería de viejo, o en el 84 de Charing Cross Road, por ejemplo, sus Trabajos de amor encontrados, de la que según un inventario de 1603 debió de haber, como era uso, 1.500 ejemplares. Tantos libros perdidos.
Pero todo empieza más atrás, y este breve libro es un libro lleno de curiosidades en el que uno se siente tentado a repetir paso a paso cada comentario, en lugar de meditar sobre la lectura. Empieza con la imagen informe de Shakespeare en el improbable retrato de Chandos. Luego la plancha de cobre que abre su Primer Folio, y por último «la estatua pintada de tamaño natural que ocupa el centro del monumento mural a Shakespeare, en la iglesia de Stratford-upon-Avon, donde está enterrado». Una efigie blanqueada y vuelta a pintar, que casi sin volumen deja un rostro como el de los recuerdos muy lejanos: se borra y vuelve a parecer mutilado, crece y se hace pequeño en nuestra imaginación. Y el sueño hace el resto.
Pero hay a lo largo de todo el libro tantos detalles como estos que cubren únicamente las cuatro primeras páginas: los sonetos, las firmas de Shakespeare y las formas de escribir Shakespeare, las dicciones ambiguas, los neologismos en su obra (todo un trabajo de traducción, por parte de Andrés Ehrenhaus), las constumbres de los autores de la época que completaban sus obras con fragmentos de otras, tantos mercaderes de Venecia, Italia en Shakespeare...
Un libro inevitable que me ha hecho abandonar mis últimos intentos con En busca del tiempo perdido al terminar de leer el capítulo introductorio con estos dos párrafos:
Empatizar con el autor, sentir su simpatía, su amistad. Creer lo que te dice porque sabes que sabe que de nada le serviría mentirte o mentirse. Esto parece no venir a cuento de nada, pero tiene que ver: este Shakespeare habla de la búsqueda de la verdad, de la indagación en los pocos hechos verificables, y así ciertos, sobre la vida del de Stratford.
Este libro te devuelve al Londres de 1600, te lleva al reconstruido teatro del Glove, en el Bankside, a los bocetos de Swan que se perdieron como casi todo, luego una copia del boceto de Witt en una libreta que permanece en Utrech tres siglos, y luego te lleva al West End, te enseña a pasear por la peste y las hambrunas en una ciudad en crecimiento, por los espacios cubiertos a la lluvia en los alrededores de Saint Paul. Ahí ves la catedral desde el Modern Tate, comprendes las afueras, Kensington, las Dock Lands, la ciudad que a penas intuiste y la que has inventado junto a la Historia borrada en capas y capas de empedrado y asfalto. Aprendes a pasear por el autor y por su rastro, los libros, la imaginación de hallar en una librería de viejo, o en el 84 de Charing Cross Road, por ejemplo, sus Trabajos de amor encontrados, de la que según un inventario de 1603 debió de haber, como era uso, 1.500 ejemplares. Tantos libros perdidos.
Pero todo empieza más atrás, y este breve libro es un libro lleno de curiosidades en el que uno se siente tentado a repetir paso a paso cada comentario, en lugar de meditar sobre la lectura. Empieza con la imagen informe de Shakespeare en el improbable retrato de Chandos. Luego la plancha de cobre que abre su Primer Folio, y por último «la estatua pintada de tamaño natural que ocupa el centro del monumento mural a Shakespeare, en la iglesia de Stratford-upon-Avon, donde está enterrado». Una efigie blanqueada y vuelta a pintar, que casi sin volumen deja un rostro como el de los recuerdos muy lejanos: se borra y vuelve a parecer mutilado, crece y se hace pequeño en nuestra imaginación. Y el sueño hace el resto.
Pero hay a lo largo de todo el libro tantos detalles como estos que cubren únicamente las cuatro primeras páginas: los sonetos, las firmas de Shakespeare y las formas de escribir Shakespeare, las dicciones ambiguas, los neologismos en su obra (todo un trabajo de traducción, por parte de Andrés Ehrenhaus), las constumbres de los autores de la época que completaban sus obras con fragmentos de otras, tantos mercaderes de Venecia, Italia en Shakespeare...
Un libro inevitable que me ha hecho abandonar mis últimos intentos con En busca del tiempo perdido al terminar de leer el capítulo introductorio con estos dos párrafos:
En respuesta a la pregunta obvia, este libro no se escribió tanto porque el mundo necesitara otra obra más sobre Shakespeare como porque lo requería la serie. La idea que lo sustenta es sencilla: se trata de determinar qué puede saberse de Shakespeare sin recurrir a la especulación.
De ahí que sea tan delgado.
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