jueves, 28 de abril de 2011

W.G. Sebald: Vértigo (1990)

Tal vez hay autores que necesitan dos lecturas, o mañanas y tardes enteras de plena dedicación, porque el esfuerzo de entrar no es tan sencillo. Porque unos abren las puertas, otros tiran de ti y otros esperan a que llames. Tal vez esto está un poco mal traído, o es un poco torpe como idea, pero lo que quiero decir es que a veces encuentro cierto placer en la recompensa que es acceder a un autor difícil: otra palabra que puede significar cualquier cosa, porque nada es una cosa o la otra, tenemos cierta facilidad para cosas diferentes a los otros: montar en bicicleta, aprender a nadar. 
El Vértigo de Sebal, que según leí en algún sitio tiene un título más vasto en alemán donde Gefühle puede significar «mal de altura» o «afectividad», «sentimientos», abre sus páginas con una dificultad extraña, al menos para mi: no saber quién era Beyle. De hecho tuve que releer ahora ya con sentido pleno esa primera parte cuando por azar (creo que solo lo cita una vez en el libro) supe que Henry Beyle había tomado al principio de su carrera literaria el extraño nombre de Stendhal. 
La guerra y el hombre que mira atónito su forma. Recuerdo a Celine cuando el joven Ferdiand sigue al regimiento que entre el ajetreo marcha por París:
¡No seas gilipollas, Ferdinand!
Muchas veces, casi todas, las cosas que hacemos sin querer, sin pensar mucho en ello, se convierten en nuestros mayores errores. Y si salimos de ellos se transforman en obstáculos que nos enseñaron a seguir. Y si  salimos de ellas, de las cosas, sin comprender su profundo sentido, se convierten en obstáculos de nuestra memoria que ya no podemos sortear.
El otro día estuve pensando en todo esto. Aunque decir el otro día es decir nada: el tiempo, ordenado en libros, sin otra actividad más que sus pausas, traducidas en la horrible tele y algún paseo por mi terraza, se estratifica creando una masa de pasado informe. El futuro está ahí delante, y si al menos pudiera saber cómo va a ser todo sería más fácil. Los estratos mezclan tiempo, lectura, noches sin ruido, café.
Esa idea, la de alcanzar el futuro de una u otra manera, me ha rondado varios días, pero sobre todo desde que un buen amigo mio fue a un concurso de la tele y esa idea abstracta se ha convertido en una sensación, casi física aunque todas las sensaciones lo sean. Mi amigo, un escritor con un solo libro publicado y sin trabajo, fue a un concurso de la tele, un programa de cultura general, un dodo en la televisión de este país que se regocija de la ignorancia y del disfrute paupérrimo. Si supieran lo que significa el goce intelectual, el placer físico que puede suponer el encuentro con el conocimiento... Pues mi buen amigo fue a un famoso concurso de preguntas, un programa en el que los concursantes en su gran mayoría suelen perder en el tercer o el cuarto programa.
Yo había recibido una llamada suya que no vi a tiempo unos días atrás y cuando le devolví la llamada su móvil estaba apagado o fuera de cobertura, como rezan esas lentas voces que te explican la situación esperando que con esas frases los segundos de tu factura de teléfono aumente silenciosamente. Luego me olvidé.
Tres o cuatro días después me llamó de noche para contarme que estaba concursando en el programa. me contó que llevaba grabados más de diez programas y pese a que yo sabía que esas cosas no se hacen en directo tampoco me imaginé que grabaran ocho programas cada día. estaba emocionado, mi amigo había conseguido algo que siempre me pareció imposible y además conocía las entrañas de algo que para mi era imposible de alcanzar: conocer la mecánica del directo, conocer al simpático presentador, ese tipo de curiosidades sin sentido que pese a la falta de peso específico te interesa saber.
Sus programas no se habían emitido todavía como yo ya sabía, porque en realidad es el único programa que no me avergüenza ver en España. El día que me llamó estaba ya concursando y entre dos de los programas me llamó para preguntarme sobre Banski. Yo era el único que sabía bastante sobre Banski, me dijo. Pero yo no sabía del concurso y no pude darle la importancia, cuando le llamé había vuelto al estudio a grabar otro y su intuición dio una pista que ayudó a los otros concursantes: ya no me iba a despegar más del teléfono.
Además dentro de poco empezarían a emitir aquellos en los que él participaba. le pregunté cosas de otros concursantes que ya me eran familiares y que se alojaban en su mismo hotel, me contó cómo estaba disfrutando y mi curiosidad le preguntó qué tal les iría a los otros concursantes. Le preguntaba, al fin y al cabo, por el futuro, pero por un futuro con respuestas ciertas y vitrificables con el paso del tiempo. Con el paso de los días fui viendo esos episodios con otra serenidad, sabía que algunas respuestas erróneas llevarían a que unos fallasen y mi amigo por fin apareciera en pantalla.

[...]
Pienso en mi terraza y viene la imagen de la casa, de un pintor, que vi en algún sitio. Una casa museo con sus muebles del XVIII o el XIX, sus salas y un patio trasero con hierba y dos bancos, a la derecha del acceso una escalera llevaba a su estudio, un sitio con aire y sin demasiadas distracciones que concentre el pensamiento. Los horizontes dispersan la idea, consiguen que se escape. Mi terraza no tiene nada que ver con aquel sitio que me empeño en ubicar en Budapest pese a que mi memoria no trae ni el nombre del pintor o su mujer, no las pinturas ni la parte exterior del edificio: solo el jardín donde deseé echar una cabezada, un estudio de techo alto, alguna sala. Es extraño como la memoria ordena las cosas, relaciona desorden, ideas traídas por placer, por el placer de pensar en un lugar verde frente a mi breve terraza. 


viernes, 22 de abril de 2011

W.G. Sebald: Austerlitz (2001)

No sé que sucede a veces con algunos autores. Me desorienta la crítica que no refleja lo que yo he encontrado en los libros. Así internet, ese bombo aleatorio de loterías, relaciona a Sebal con Coetzee y con Bolaño. Me gusta Bolaño con ese sentimiento de insatisfacción que se pronuncia más en J.M. y más aún en W.G.
Austerlitz me desconcierta de mala manera, de esa manera mala que te hace sospechar que a veces los lectores, netamente cultos u ociosos, magnifican a ciertos autores en pos de una épica, de la creación de una épica a partir de la muerte trágica, de la obra truncada. Pienso en Lorca aunque esto me exponga a un apedreo público, pero al menos pienso.
Hace años, una noche fría en la que no pudimos encontrar al resto de los amigos le planteé este dilema a José Luis Puerto, un dilema que para mí no lo era, pero que planeaba sobre el tabú que es, todavía hoy, decir lo que opinas de ciertas vacas sagradas de la literatura. Hay un Lorca que me gusta, pero no los otros, y Puerto, una vez que dimos por perdidos al resto y nos metimos en un bar a tomar algo, me tranquilizó. Él también había pensado eso durante algún tiempo, no recuerdo si mucho o poco, pero me vino a decir que en toda literatura deben de coincidir los tiempos de autor y lector: en el último año había vuelto a leer a Lorca y se habían revelado para él elementos que hacían de Federico García un autor imprescindible. Me habló de ideas concretas que no recuerdo pero que no me hicieron volver a su poesía.
La conversación había empezado con Luis Cernuda. Cernuda es único y su peso está por encima de las corrientes políticas y de las vindicaciones de moda. Y ese es mi punto inicial: hay obras contundentes y que no generan dudas y hay otras que los lectores se esfuerzan en defender. Yo defiendo mi vuelta a Vila-Matas aunque haya una falta en cada libro, una falta que tal vez invento yo, pero no invento un mecanismo que recrée una secreta armazón sobre lo que es falta humana. O tal vez eso es la novela contemporánea: no el mecanismo de relojería del Ulysses, sino el impulso natural de narrar por encima de toda perfección y contra el tiempo.
Así de complejos, nosotros con nuestras opiniones desordenadas. Defender lo que digo que no debe defenderse. Poner en valor lo que digo que debe tener peso propio. Escribir es ponderar y leer es ponderar. Lo es para mí, pienso. Leer es un instinto y es intelectualizar ese pensamiento.
Y a pesar de toda divagación hay algo real, tangible pienso, en la buena literatura, algo vertebral que va tomando forma en Austerlitz a partir de la mitad del libro, un poco antes de ese meridiano, que he leído en este puente lleno de lluvia, estos días en que todo el mundo ha corrido hacia algún sitio para huir no sabían de qué, de todo menos de la lluvia.
Austerlitz toma cuerpo en la historia de su protagonista cuando se hace sombra, cuando Sebald forma un paraguas con sus manos para que podamos ver en  mitad del brillo de los días la historia particular de tantos, el repaso por la tragedia del siglo XX. Que lo haga desde el hombre que cuenta a otro hombre cosas que ha visto y que le han contado y que ha leído, y que a su vez este último, parcial, perezoso para la imaginación, nos cuente a nosotros ese encuentro de errores, esa búsqueda de la nada que es la desaparición, hace que el relato deslavazado —perdón— de Los anillos de Saturno tomo cuerpo, se forme y crezca como una música: sin mucho sentido y sabiendo que la partitura puede girar en cualquier punto hacia lo desconocido pero marcando su camino con cada nota hasta hacerlas imprescindibles y lógicas.
Supongo que Sebald se ha ganado una posteridad con esta obra, una posteridad que carece de sentido para el que ha muerto. Que la ha ganado porque esta obra, a partir de los apuntes de Los anillos marca una línea entre el compromiso y el asueto: me explico. La vida no es tan importante ni tan grave, y esos personajes que pierden su vida en estudiar la historia del comercio de la seda la pierden igual que los que buscan la tragedia y el dato de la Historia, al fin y al cabo ese es el hombre, camino de nada hacia la nada, y esa sensación llena de vértigo da calor, reconforta, en la lectura de Austerlitz

viernes, 15 de abril de 2011

Bogdan Bogdanović: La ciudad y la muerte.

Con una traducción extraña de Aleksandar Ivančić y Eva Santan la ciudad de la muerte me interesó ante todo por el aspecto exterior del libro, una edición de Mudito&Co., una editorial barcelonesa, y por los dibujos rápidos de su interior. No sabía qué iba a encontrarme y encontré un libro libro que se anunciaba lleno de ideas y que me defraudó al no encontrarlas más adelante. 
Tal vez fuera eso: digamos que un exceso de elipsis, trozos de cosas tomados de aquí de allá, conceptos repetidos y en los que no se profundiza, charla sin buscar profundidad. Y detrás: que el libro me sigue gustando como objeto, sus guardas negras, los pegados de imagen sin buscar mucha justificación, la letra pequeñísima sin interlínea ni interletrado agolpada hasta el vértice de la última página que por el otro lado es ya guarda llena de negro parecen las ciudades y sus límites: el mar o la ciudad nueva o el acantilado.
He leído a saltos y algunos ya deprisa a la vista de la fecha de entrega en la biblioteca, que ya me iba a penalizar al menos con un mes sin poder sacar libros, leí contabilizando la demora que ya llevaba y en la cara agria y la halitosis del bibliotecario. Nietzsche decía que la dispepsia agría el carácter, y por esa cita le perdono yo al tipo la mala leche cuando veo que todos le devuelven los libros alejados del mostrador: invento que sufre en silencio una acidez estomacal insoportable, que a penas tiene cuarenta años y ese olor le ha impedido acercarse a mujer alguna y por eso habla con desprecio a todas sus compañera y por esa soledad que limita el horizonte de su ciudad a la sala de devolución de la biblioteca pública se cree el príncipe y déspota de ese reino. Es un tirano en toda regla, pero un tirano de pacotilla que como todo tirado da cierta pena en su soledad. Me torturará cuando devuelva el libro con una expresión grosera o con una fecha de desprecio que marca mi condena a no poder sacar libros, me lanzará desde el borde de su estómago esa materia en descomposición que es la úlcera.
O tal vez tenga suerte y esté la chica agradable y cansada que suele sentarse a su lado. En los límites extremos de la ciudad, su aire viciado. Pienso en Ciudad de México un día en que volvía, no recuerdo desde dónde. Empezaba a anochecer. El valle estaba iluminado por sus luces y, sobre ella, se veía claramente una gran nube negra, un tapón de humos que cubría la ciudad. Tenía sus límites nítidos, su frontera. Alguien dijo:
—Ahí dentro vivimos nosotros.
Y el coche siguió adelante, la larga carretera. 

martes, 12 de abril de 2011

W.G. Sebald: Los anillos de Saturno (1995)

Supongo que ese título habla de los fragmentos de restos de otras cosas que forman a lo nuevo: un libro, la forma de Saturno, nosotros mismos. No conocía a Sebal y fue Raúl Aragoneses quien me dijo que tenía que leerlo. No me dio explicaciones. Así que busqué primero este título que me sonaba, un libro creado de fragmentos que no busca transmitir una ilusión de continuidad, una forma compacta como los anillos del planeta.
Aunque tal vez hay algo de exceso de expectativas en mi mala lectura, no he leído bien, o buscaba lo que no está mientras avanzaba. Sólo me interesó el primer capítulo, y me entusiasmó el noveno porque hablaba de ti, como casi todo. O también porque pensé que el libro comenzaba a tomar una forma hacia el final: esperaba el crescendo a partir de la historia desconocida del joven Chateaubriand, esperaba la historia que me llevara a las Memorias de ultratumba.
No sé, buscaba continuamente un hilo fuerte, un cuerpo sutil que vertebrara el todo. Al tiempo me interesaba lo que dice, esa forma de caos que imita a la realidad y que es la nueva novela. Claro que puede que eso no signifique nada: la nueva novela.
Pienso en ese hilo fuerte, que mientras tanto, entre lecturas, sigo «atado a ti por ese hilo tan fino de mi imaginación» del que habla Izamid. Las historia está detrás de las cartas de Flaubert, detrás de las memorias de Chateaubriand, detrás de las páginas amarillas. Está el ambiente de la novela, este sentimiento extranjero, esas cosas. Esos anillos se mantienen suspendidos por fuerzas invisibles: tú, que no existes, el hilo argumental del personaje, la historia de mi amigo Raúl y cómo llegó a este libro.
Se lo recomendó un librero de Madrid llamado Mariano Mingot. El tipo ha muerto hace un año de un cáncer que atravesó su vida como un relámpago y del que no le habló a nadie. Mingot había conocido a Seval porque como la hija del librero había muerto en un accidente de tráfico.
Me distraigo: él, la hija, Sebal, puede que tú, habéis desaparecido. Qué sucederá cuando hayamos desaparecido todos (me refiero a todos), con todos estos libros, los edificios, las palabras dichas durante una partida de naipes, todo.
Los fragmentos se esparcirán, no servirá de nada esta obsesión de dar nombre a las cosas, de firmar cada fragmento, de nada sirve siquiera, ahora que todo indica que de momento no hemos desaparecido, saber quién dijo cada palabra, saber qué nombre hay detrás de las palabras que Mingot escribió en la primera página de Los anillos de Saturno que le regaló a mi amigo:
Cómo hablar de la fatalidad y de la nuestra en especial, sino como de algo en común.  
Entre paréntesis indicó el posible autor con una inicial y un apellido: D. Justice. Me dice esto y mientras me habla de que no ha encontrado en internet nada que se le parezca pienso, primero, que no me parece que sea un nombre. Suena más a un seudónimo, porque lo primero que mi cabeza dicta es la locución latina De iure, por derecho propio. Pero no sé, y no encuentro, esta idea o traducciones similares en la red. Releo la frase: la fatalidad, la nuestra en especial, algo común.
Ordenamos el vacío con nuestra imaginación mentirosa y sólo puedo pensar en la fatalidad de la muerte de los seres queridos. Sin ninguna certeza invento que Mingot habla de la hija, de Sebald, pero habla también de el resto de la vida, de la afiliación al partido anarquista, de la cárcel franquista que interrumpió su carrera de medicina, de la condena en Caravanchel... La fatalidad. Pienso en otras posibles traducciones que me ayuden a encontrar la cita, luego vuelvo a llamar a Raúl, sin decírselo todavía apunta a lo que estoy pensando, un seudónimo. Los dos estamos en la idea de que se trate de un juego en el que esconderse de sí mismo.
Pero nada te esconde de ti mismo como la muerte. Mingot desaparece y pienso que la vida sí es como el final de este libro, puede que tengas muchas más cosas que contar, pero termina porque nen algún sitio que nunca elegimos hay que terminar. 

viernes, 8 de abril de 2011

Juan Carlos Onetti: El pozo (1939)

Fue El astillero el libro que me hizo empezar estas anotaciones en papel. Un poco así: como cuaderno de bitácora que fije los días y las acciones, que obligue a una memoria, o a no olvidar.
Olvidar es bueno y es peligroso. O como casi todo y para caer en el tópico es bueno y es malo. Olvidar es malo cuando uno quisiera recordar cada momento, cada línea de algo que para él tuvo importancia sobre el pasado. Recordar es malo cuando pienso en esos momentos de luz vista más tarde, luz que uno quiere aclarar en el re cuerdo hasta el sueño que lo revive, valida para siempre. Porque el sueño es maldición y la desmemoria es bendición. Olvidar es bueno porque no pesa lo irrecuperable. Olvidar es malo, dejamos de ser si es que fuimos algo, la memoria borrada es un suelo tosco, una materia no real sobre la que pisar. 
Por eso comencé a notar mis lecturas, para que los días no se disuelvan entre comida, cena y sueño. Por eso prefiero, creo, seguir así a salir a buscarla, porque la memoria es frágil, quiero decir cobarde.
Y fue Juan Carlos Onetti, esa vaciedad --digo la palabra como si la inventara-- esa vaciedad de unos personajes que vuelven como yo de la nada, que llenan sus días de nada, de ausencia convertida u ordenada como objeto. Rellenan y completan informes inservibles.
Tal vez eso nos dice Onetti: que todo es inservible, que Ocnos trenza los juncos con que se alimenta su asno para llenar el tiempo puro. Yo estoy aquí ahora, viviendo la aventura de mis juncos inservibles. Otros corren en las carreras de coches, otros investigan células cancerígenas, otros escalan montañas o descubren las propiedades de una nueva droga, de otro paraíso artificial. Así pasa el tiempo.
La duda nuestra, la del hombre inuti y contemporáneo, no está en cual de esas formas elegir: el astronauta o el agricultor. La duda es cuál de los tu mismos, de tus caminos cuál.
El protagonista de este pozo, un ensayo primero que será parte de otros hombres sobre la nada que serán más complejos, más nada, lo sabe todo desde su cuarto, desde su pieza cerrada que a su vez cabaña o celda. Ahí encerrdos están todos los que son él: el muchacho y la bestia. Una historia que va creciendo en los personajes de su recuerdo, las mujeres por las que no se interesó más que como una parte de lo que él es.
Y está aquí, ya, aquello dice Vargas Llosa y que yo no había sabido enunciar por mí mismo, esa busqueda de Onetti por recrear la realidad en vez del sueño, como si él, sus personajes, nosotros, viviéramos del lado del sueño y buscáramos recuperar o interpretar la realidad. o como si la realidad fuera falsa y fuera necesario interpretarnos, como cuando este Eladio Linacero despierta a Cecilia para que sea la imagen que él recuerda de ella:
Entonces tuve aquella idea idiota como una obsesión. La desperté, le dije que tenía que vestirse de blanco y acompañarme. Había una esperanza, una posibilidad de tender redes y atrapar el pasado y la Ceci de entonces. Yo no podía explicarle nada; era necesario que ella fuera sin plan, no sabiendo para qué. Tampoco podía perder tiempo, la hora del milagro era aquella, en seguida. Todo esto era demasiado extraño y yo debía tener cara de loco. Se asustó y fuimos. Varias veces subió la calle y vino hacia mí con el vestido blanco donde el viento golpeaba haciéndola inclinarse. Pero allá arriba, en la calle empinada, su paso era distinto, reposado y cauteloso, y la cara que acercaba al atravesar la rambla debajo del farol era seria y amarga. No había nada que hacer y nos volvimos.
Como el Pollock de la película que interpreta Ed Harris, que vuelve borracho a la casa y sube la escalera gritando, escupiendo «Fuck Piccaso», un canto o como una oración o un mantra que otros han repetido con Joyce. Esa imposibilidad o esa súplica por superar al maestro, por realizar algo nuevo, por encontrar una brecha, un subrepticio, este fragmento mismo que forma una obra desarrollándose en Un sueño realizado y luego en todo lo otro. «Qué cabrón Onetti», eso se lo he oído yo a muy buenos amigo. Porque hay algo en su música, que no está en otro sitio.
Aquí, inicio, hay algo puro, abierto, más cándido o menos cansado que en otras novelas. Puede ser en la propia fuerza del que escribe, de quien se enfrenta a lo que es por primera vez a través de una novela. No es Canadá y no es Santa María. Una novela es un hombre no un sitio. 

miércoles, 6 de abril de 2011

Horacio Castellanos Moya: El asco (1997)

Tal vez cierta necesidad de volver a la narrativa hispánica. El asco es una novela pequeña. Una novela rápida, una breve lección sobre la velocidad, una velocidad impecable.
No sé cómo llegue a Horacio Castellanos , de verdad que no lo sé: ni lo he encontrado en la biblioteca por azar ni en una librería ni en la casa de un amigo. Qué curiosidad las estanterías de los libros. Tal vez alguna relación o algún comentario en la prensa cultural, pero ha llegado o yo he llegado al autor.
El texto, incómodo como un título, lo es en la voz narrativa, una actitud muy definida marcada por la voz, la de Vega. Vega que es, a la vez, Thomas Bernhard. Pero de eso hablaré luego. La voz que le cuenta a Moya por qué está allí, de vuelta a San Salvador para el entierro de su madre, deseando volver a Montreal, no haber salido de Canadá nunca. Esa voz relata sus recuerdos, sus odios, con un rencor como todo rencor, sin sentido, un asco que no oculta razones secretas.
Mientras repasa la historia de su viaje, de su estancia, pasa por la historia del país, su familia, las costumbres: la música, la cerveza, la plata, la posición social, por la literatura y la cultura de su país, por la educación religiosa.
Vega ha sido estafado, como yo, por los hermanos Maristas. En el fondo me divierte ese párrafo a través del que me siento hermanado por una educación deficiente en la que se supone que es una institución de excelencia, un hueco para la cultura que es solo, o lo lo fue en mi tiempo, hueco para el dinero. Pobres y seguramente mal pagados profesores que me hicieron odiar cosas tan naturales como los libros, las matemáticas, la historia... Puedo seguir, pero prefiero el párrafo que Castellanos Moya le dedica en las primeras páginas:
Nosotros somos la excepción, nadie puede mantener su lucidez después de haber estudiado once años con los hermanos maristas, nadie puede convertirse en una persona mínimamente pensante después de estar bajo la educación de los hermanos maristas, haber estudiado con los hermanos maristas es lo peor que me pudo haber sucedido en la vida, Moya.
Pero Vega se siente estafado por muchas cosas más. También por las promesas, por los políticos, por los militares, por la guerrilla, por los comerciantes por la televisión, por el bienestar.
Moya escucha en silencio para luego poder contarnos lo que le dijo Vega. Ese juego es la clave, lo que impulsa con fuerza la narración, lo que da la velocidad. Porque el narrador no narra, no habla, no es omnisciente, solo guarda silencio y acompaña al protagonista en silencio.
Un silencio en la novela en el que no surte sobre mi lectura el concierto número uno de Tchaikovski que imposiblemente el dueño del bar pone en esas horas sin gente para el protagonista de la novela. No suena en mi cabeza pero si en la de Vega que nos habla de la madre, de la casa en herencia, del negocio de llaves del hermano o del desapego. Y todo va pasando casi sin tiempo para percibir la puntuación. Puntuar es respirar, es jugar una partida de inteligencia, es dar voz, tiempo, carácter. Ahí, cuando uno lo comprende, es el momento de parar y saltar atrás. Pero, saltar atrás y ver que lo que esperabas iba a ser una sucesión de comas sin fin, lo es, pero fuciona de otra manera: frases muy largar, puntos abruptos naturales en la conversación, en las pausas del pensamiento, párrafos infinitos que transmiten, o a mí al menos me la transmiten, sensación de acumulación, de agobio ante el tropel de objetos y objeciones molestas que El asco nos muestra hasta el borde ultimo de la historia, cuando aparece Thomas Bernhard para sorprendernos.
Estaba desde el subtítulo de la novela, pero a penas le prestamos atención. Edgardo Vega ha tomado su nombre de un escritor austriaco al que admira. Eso dice, y ahí, como al final de Madame Bobary, empieza una novela: quién es Bernhard, qué significa para Vega. 

martes, 5 de abril de 2011

Katherine Neville: El ocho (1988)

Otro de esos libros aburridos, muertos en las estanterías de la casa que alguien una vez hace muchos años te indicó con un gesto de la cara algo que pudiste interpretar como: interesante, perece la pena, curioso de leer. Una mala interpretación o lectura para otro tiempo y otra gente.
Los seis capítulos que he leído si transmiten un peso, pero todo se hace vago o se diluye, puede, en el exceso de  temas: un reflejo del medievo que empieza a cansarme, las grandes corporaciones del XX, la KGB y sus micrófonillos, el ajedrez, la quiromancia y la Guerra Fría, las sociedades ocultas...
Demasiado libro entre otros muchos que ya he leído. El péndulo de Foucault, editado el mismo año que este, tiene otro peso, humor, modernidad en vez de modelnidad como decía Pepe Hierro.
Demasiadas cosas para mí y demasiada literatura de peso por leer y disfrutar, no sé si hay algo al final de todo esto pero hay otros libros con lo que seguir buscándote y siempre poco tiempo.